
En esta época en que todos debemos permanecer en casa, la lectura se vuelve indispensable para sobrellevar la cuarentena. Empática con los nuevos tiempos, la editorial Anagrama liberó cinco títulos, uno de ellos es el libro de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego, de Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973).
Enríquez se ha convertido en un fenómeno mediático de los últimos cinco años, se habla mucho de lo que escribe. Habría que preguntarse: ¿qué es lo atractivo de su prosa? ,¿por qué hay expectativa cuando aparecen nuevos libros de ella?
Se ocupa de situaciones inquietantes, no del todo explicables con razonamientos lógicos. Lo sobrenatural y la descripción de algo atroz es una constante tanto en sus relatos como en sus novelas. También hay un velo de modernidad en el ambiente, en sus descripciones, lenguaje y manera de abordar a los personajes de sus historias. En apariencia algunos de sus personajes son seres con un defecto físico o alguna enfermedad mental, no del todo comprensible; otros provienen de sueños, de imágenes confusas que, invariablemente, ponen en riesgo la tolerancia, la tranquilidad y la vida de los demás. Su escritura mantiene ciertos lazos en común con Edgar Allan Poe, Horacio Quiroga, Amparo Dávila, Virgilio Piñera y Ricardo Piglia.
Su prosa está inmersa en una crítica social —y el terror— de lo que ocurre en diversos países de América latina, no sólo en Argentina. Su voz es potente, enfática, jamás titubea porque de lo contrario no tiene sentido la denuncia y la protesta. Por ejemplo, en “Las cosas que perdimos en el fuego”, aborda el tema de los feminicidios de una manera metafórica y, a la vez, brutal para romper una cadena de crímenes machistas; en “El chico sucio” aparece mencionado el narcotráfico y la problemática de asesinatos en México; en “Verde rojo anaranjado” se hace referencia a un fenómeno que ocurre en Japón, en donde los jóvenes se encierran en sus cuartos y permanecen aislados alrededor de seis meses. Se les conoce como hikikomori y ellos evitan todo contacto físico con personas, incluso de su propia familia durante el tiempo que no irán ni a la escuela ni al trabajo. En el cuento de Enríquez, la madre del hijo que no sale de su cuarto decide prepararle los alimentos, después de que el joven prefiriera no comer durante varios días. La madre deja la comida en una charola y el joven tomará lo que necesite cuando lo crea conveniente. Lo único que pide el enclaustrado es que no lo dejen sin internet, pues es el único contacto que mantiene con el “exterior”.
Leer a esta autora es darnos cuenta que, aunque nos pese, nos hemos convertido en esos jóvenes hikikomori que optan por el enclaustramiento; aunque en nuestro caso sea por salud y no por excentricidades ni por temor a interactuar socialmente con los demás.