Gabo y Mercedes: una despedida. Rodrigo García. Traducción de Marta Mesa. Literatura Random House. México, 2021.
Para Gabriel García Márquez la eternidad comenzó un jueves santo como le sucedió a su personaje Úrsula Iguarán en Cien años de soledad. Al igual que en el funeral de José Arcadio Buendía, el fundador de Macondo, estuvo rodeado de flores amarillas; sus familiares y admiradores le dieron el último adiós con estos ramilletes en un ritual impregnado de realismo mágico. No hubo un velorio de cuerpo presente pero tuvo varias despedidas, como suele ocurrir cuando fallece alguien que cosechó tantos lectores y cariño.
Nadie se prepara para ver morir a sus padres y desempeñar una serie de roles establecidos, antes y después de las exequias. Este libro es la crónica de los últimos meses de vida de Gabriel García Márquez, tiempo que se convirtió en apesadumbrados días tanto para la esposa del novelista, Mercedes Barcha, como para sus hijos, Rodrigo (quien reside en Los Ángeles) y Gonzalo (vive en París). Cuenta Rodrigo que su madre percibió cierta apatía de parte de su padre, ya no era el mismo, no quería levantarse de la cama ni comer. Ella recordó que un año antes así había comenzado el fin de los días de Álvaro Mutis, amigo de Gabo. Mercedes fue contundente al emitir su vaticinio: “De esta no salimos”.
Así inicia la narración del hijo mayor de García Márquez. Una bitácora de días inciertos, impregnados de tristeza y dolor. No debió haber sido fácil crecer a la sombra de la fama literaria cuando se tiene la inquietud de abrirse camino por sí mismo, como lo hizo Rodrigo en el cine y Gonzalo en el diseño gráfico. Ambos hermanos se dieron cita en la casa familiar ubicada en el Pedregal, al sur de la Ciudad de la México, y apoyaron a sus padres en todo lo relacionado con su salud. Fueron momentos difíciles, si se toma en cuenta que la familia quería privacidad, algo complicado cuando se tienen tantos seguidores.
El 4 de abril de 2014 el escritor colombiano ingresó al Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición porque presentaba un cuadro de deshidratación, además de un proceso infeccioso pulmonar y de vías urinarias. Nueve días permaneció internado y luego lo dieron de alta para que siguiera el tratamiento desde su casa. La familia y sus allegados fueron reservados sobre esto, sabían que considerando la edad del escritor, 87 años, habían tomado la mejor decisión.
La mañana de aquel jueves santo, el 17 de abril, ocurrió algo inesperado que inquietó a las asistentes, al chofer, y a las cocineras y empleadas del hogar que trabajaron por años al servicio de Gabo y Mercedes. Una de las chicas de la limpieza halló un pájaro muerto en el sillón donde solía sentarse el escritor. Al principio no querían decirle a Rodrigo, mas terminó por enterarse. Había dos posiciones al respecto: algunos pensaban que no había que prestarle tanta atención al hecho y otros que sí, porque en Cien años de soledad también se presentaba la muerte de los pájaros cuando fallece Úrsula: “Porque ese mediodía hizo tanto calor que los pájaros desorientados se estrellaban como perdigones contras las paredes y rompían las mallas metálicas de las ventanas para morirse en los dormitorios. Al principio se creyó que era una peste. Las amas de casa se agotaban de tanto barrer pájaros muertos, sobre todo a la hora de la siesta, y los hombres los echaban al río por carretadas”.
Los trabajadores de la casa del Pedregal que no estaban de acuerdo en mirar el hecho como una casualidad, sepultaron al pájaro en el jardín, a un lado de donde yace el cuerpo del loro, una mascota longeva y entrañable de la familia. Rodrigo García describe que, tras lo sucedido con el pájaro, un nerviosismo inexplicable comenzó a apoderarse de él. Estaba en la casa familiar y, a la vez, ausente entre tantas preocupaciones y cosas por realizar, cuando recibió una llamada de la enfermera para avisarle que su padre había dejado de respirar. Subió a la habitación de huéspedes en donde se encontraba instalado el novelista colombiano y comprobó la apabullante verdad.
La muerte “como orden y desorden, como lógica y sinsentido, como lo inevitable y lo inaceptable”, anota Rodrigo. Al margen de las rutas que convergen en la ficción y la realidad, la narración del cineasta está acompañada de otras anécdotas, remembranzas y nostalgia. El Club de los cuatro, era el nombre con el que el líder de la tribu bautizó a su familia.
El vallenato, la música preferida de García Márquez, fue una constante de estos días de desasosiego. Un par de días antes de su fallecimiento, las enfermeras subieron el volumen de la música, abrieron las ventanas y el acordeón del vallenato inundó varios rincones en el exterior de la residencia. Cuando Rodrigo regresa del crematorio con las cenizas de su padre, arribó un grupo que tocaba vallenatos y durante tres días la casa estuvo rodeada de familiares y amigos cercanos. Una fiesta interminable porque el Club de los cuatro había perdido a su miembro más antiguo.
Detalla Rodrigo que su padre decía que los seres humanos tenemos vida pública, privada y secreta. Aquí conocemos más de la vida privada del escritor. La edición está acompañada de una serie de fotografías familiares que inician con la imagen de Gabito a los catorce años, Mercedes a la misma edad, la boda, un viaje de la pareja a España en 1968, y luego vienen los retratos con sus hijos cuando eran pequeños y luego mayores. La fotografía más memorable —la portada del libro— es la que se tomaron el 12 de octubre de 1982, la mañana que se anunció el premio Nobel; la pareja se encuentra en bata y pijama, en el jardín de la casa junto a un árbol. Treinta años después, en el mismo sitio, el matrimonio repite el retrato.
Los lectores nos sentimos en una escena macondiana, como cuando Úrsula ve acercarse a Cataure, hermano de Visitación que había huido de la peste del insomnio, quien le dice: “He venido al sepelio del rey”.
Mary Carmen Sánchez Ambriz