En una crisis sanitaria, más que en cualquier otro momento, política y salud son indisociables, pero, si se termina hablando de política antes que de salud la primera habrá fallado. Confundiendo prioridades, el Ejecutivo mexicano ocupa más tiempo en atacar lo que le dicen los demás, que en pensar lo que él mismo debería de decir.
La inamovilidad de una retórica previa a la crisis transforma con su reiteración el discurso presidencial en propaganda. La mayor tribuna exacerba el reduccionismo hasta adoptar los usos de la vocería menos elaborada: una definición desde lo que supone no es, con la que elude sus propias características.
En este país, de entierros se habla al anochecer o si se mencionan a la mañana es con tono quedo. En el mes de más de mil muertos por la pandemia y un centenar de homicidios, la tranquilidad del Presidente encontró espacio para prometer futuros sin darle mayor peso a su relación con el presente. Produciremos más petróleo mientras más nos cueste, reduciremos gasto al necesitarlo. Los proyectos prioritarios de Palacio se arriesgan a no serlo en el escenario nacional; negar esa posibilidad es el acomodo en la isla de su propia buenaventura.
Para el simplismo de la propaganda tienden a importar más los réditos del mensaje que su calidad, y ninguna crisis disculpará a un gobernante si éste privilegió las intenciones de usufructo político, a la contención de la crisis. La falta de imaginación se desnuda en un gobierno que adjetiva la ciencia o el arte cuando no los entienden como algo más amplio que su propia administración. El cúmulo de necedades resulta peligroso al repetirse en la fragilidad sanitaria y no hay justificación admisible, en sobrepasar los límites de la propaganda cuando hacerlo pesa sobre el complicado equilibrio de la razón.
Frente a la pandemia, la voz de Palacio Nacional ha exhibido su enamoramiento por un Estado de tradición centralista, donde la modificación de reglas sustituye a la adhesión de todos sus miembros. La concertación entre propios es suficiente para quien mantiene su visión por encima del ajeno, a pesar de la urgencia compartida.
Las formas de la propaganda se imponen sobre las formas de la ley. Para afrontar la emergencia, los instrumentos del Estado se adaptan a la plataforma de la promesa. Solo la ceguera ideológica puede con la sinvergüenza de cambiar la prioridad de un virus al apellido ahora impropio del neoliberalismo. ¿Por qué ver una calamidad sanitaria donde se puede espetar un calificativo? Qué sencillo resulta bajar los salarios al convencerse de que trabajar para el Estado se paga con amor a la patria. Cuánto barroquismo cabe en un decreto disfrazado de invitación a perder parte de los ingresos, mientras se amenaza a los funcionarios afectados con la vigilancia de una amable propuesta.
La concentración del poder quería parecer eficaz hasta el momento en que, por acaparar demasiados pilares, un gobierno se separa de las angustias de su sociedad sin importar el impulso que una vez obtuvo de ella.
El reduccionismo en la política mexicana es tan común como pequeños son sus actores. Qué gusto por la propaganda tiene un gobierno al que le aburre que la prensa no hable bien de él.
@_Maruan