Me llama la atención como pedalea esquivando los autos que esa noche de 5 de enero particularmente llevan una marcha frenética. Esta mujer conduce con dificultad su diminuta bicicleta. Lo noté desde que salió intempestivamente de aquel tianguis de juguetes. Avanza lento y enciendo mis intermitentes detrás de ella, abanderándola, hasta que dejamos el congestionamiento atrás.
El camino cuesta arriba ralentiza aún más su andar. Se levanta para dejar caer todo el peso de su diminuto cuerpo sobre cada pedal a la vez. Noto que el asiento está roto, con el relleno de fuera. De un extremo del manubrio penden lo que alguna vez fueron algunas tiras vistosas de ornato, mientras del otro lado, dentro de una bolsa amarrada al fierro sin forro se puede apreciar la figura de una pelota de plástico, de esas sencillas, que costaría a lo mucho unos diez pesos en una de esas tiendas de todo a un dólar.
Es casi medianoche, y da vuelta por un pedregoso camino de terracería, que corre paralelo a las vías del tren, y que es el único acceso a un asentamiento irregular, una ciudad perdida en el oriente de esta ciudad, a donde pavimento, electrificación, agua o mucho menos la policía llega aún. La luz de la luna, o quizás una estrella brillante en el cielo dibuja su silueta entre esas calles maltrechas.
Mientras la miro alejarse, me pregunto: ¿quién sale a estas horas sorteando el tráfico, el frío, la delincuencia y los feminicidas, solo para llevar una pelota a un niño o niña?
Los reyes magos existen. Y no tengo duda: uno de ellos es esta mujer.
* * *
Esa fría mañana de aquel 6 de enero voy serpenteando por la sierra y por costumbre miro por el retrovisor interno de la camioneta solo para percatarme por enésima vez que es inútil hacerlo. Todo el interior y el toldo viene lleno de bolsas, paquetes… pacas de comida ropa y juguetes. El primer poblado está próximo y Sara me pide que haga sonar la bocina de su Suburban para hacer patente nuestra llegada.
Vamos acercándonos hacia la plaza principal, y gracias al ruido del claxon -que hace unos diez minutos que vengo accionando- y a sus gritos por la ventanilla anunciando ¡llegaaaaroooon los Reeeeeyeeeeees! una multitud de niños ya espera ahí.
Cada uno lleva un juguete, una prenda de ropa, su bolsa de dulces y algo de comer. Pero lo más importante: una gran sonrisa en el rostro y una viva mirada. Y la escena se repetirá varias veces este día en distintos poblados de esta sierra guanajuatense.
Ya de regreso, Sara comparte su alegría de traer la camioneta completamente vacía. Me agradece por haberla llevado. Me explica que su marido, un minero que trabaja en el norte del país en esta ocasión no pudo acompañarle y como no sabe manejar, temía que en esta ocasión no hubiera regalos. Y ambos regresamos a la ciudad con una alegría que nos acompañará por un muy buen rato.
Y mientras redacto este texto estoy seguro que ella está en su casa, toda atareada, clasificando todas las donaciones que gente generosa le ha hecho llegar, como año con año, desde hace veinte ya, lejos de la atención de los medios y las selfies para las redes sociales. Quizá no duerma para que todo esté listo para anunciar: ¡llegaaaaroooon los Reeeeeyeeeeees!
Lo dicho: los reyes magos existen. Otro de ellos debe ser esta mujer.
* * *
Hoy que se celebra la Epifanía la tradición lleva a reconocer mediante un presente, la pureza y la bondad de Cristo presente en los corazones de los infantes. Y más allá del obsequio, en nuestras manos está preservar la inocencia y el sano desarrollo de nuestros niños.
Y usted, ¿quiere ser el tercer rey mago?
Periodista de investigación. Ex servidor público de carrera