Una de las vertientes para la construcción de ciudadanía que se ha venido trabajando durante las últimas décadas en México es la puesta en marcha de ejercicios de Contraloría Social. En el gobierno federal, si bien desde los Comités de Participación Comunitaria del Programa Nacional de Solidaridad ya existían espacios propicios no fue sino hasta la administración de Vicente Fox cuando recibieron gran impulso.
Y es que no basta con un marco normativo adecuado y la existencia de órganos internos de control, así como funcionarios apegados a estándares éticos y de integridad: la triada no estaría completa sin la actuación de los destinatarios de las acciones, obras y programas de gobierno.
A los servidores públicos no ha de incomodar la realización de ejercicios de vigilancia, si se entiende que uno de los deberes de los funcionarios es precisamente la rendición de cuentas y hay que estar dispuesto a ello. Si las cuentas cuadran, bien hecho; si no, habrá que corregir las desviaciones y establecer medidas preventivas.
Como responsable estatal de la Contraloría Social de un programa federal de combate a la pobreza, durante varios años tuve la oportunidad de constatar cómo, lamentablemente, los esfuerzos y espacios institucionales son pocas veces utilizados efectivamente por la población beneficiaria.
Es en el momento de presentar quejas o denuncias formales cuando existe poca disposición de activar los mecanismos legales para castigar conductas indebidas. Si bien es cierto que en el pasado poco se abonó a la credibilidad de las instituciones, también lo es que para dejar atrás prácticas indebidas urge la construcción de una ciudadanía informada, participativa y proactiva, garante de la correcta aplicación de los recursos públicos que siempre son escasos, sí, pero son de todos y por lo mismo su vigilancia nos corresponde a todos.