La ley número 10 de Greene estipula: “Peligro de contagio, evite a los perdedores y desdichados”.
Esta premisa la tuvo muy clara por mucho tiempo el PRI de México, que perdonaba entre sus candidatos a los pillos y sinvergüenzas, pero jamás a los perdedores; en el PAN, por el contrario, bajo una mal entendida “brega de eternidad”, a la que llamó recorrer su fundador, Manuel Gómez Morín, no solo no fue mal visto perder, sino a veces premiado y reconocido. Premiado con jugosas candidaturas plurinominales y altos puestos partidistas más la promesa casi siempre cumplida de volver a contender por el mismo u otro cargo de elección.
Ejemplos hay muchos: Luis Felipe Bravo Mena, exlíder nacional, senador, diputado y dos veces frustrado candidato a gobernador del Estado de México, que perdiera en sendas ocasiones por márgenes de cuatro a uno; Josefina Vázquez Mota, que tuvo el honor de regresarle el poder al PRI, al realizar una espantosa y “diferente” campaña presidencial y luego perdió también como candidata a gobernadora por el Estado de México, donde dictó cátedra de cómo pasar del primero al cuarto lugar en tan solo dos meses.
El propio Felipe Calderón jamás tuvo que ganar una elección para ser diputado y le bastó su cercanía con la dirigencia nacional que un día ocupara su padre y que renunció a su partido para no tener que pagar las cuotas a las que estaba obligado, para ocupar la Secretaría General y heredar la Presidencia del Comité Ejecutivo Nacional del Partido Acción Nacional.
Luego perdió la gubernatura de Michoacán y aun así fue premiado como director de Banobras y secretario de Economía con Fox, al que luego desconoció para lanzar su campaña presidencial, ganándose el mote de “El hijo desobediente”, según él, su canción favorita.
Felipe estuvo a punto de perder la silla del águila, pero recibió el apoyo de los empresarios quienes lanzaron aquella campaña “Un peligro para México”, en contra de Ya Sabes Quién, más la ayuda de varios gobernadores priistas, que le dieron la espalda a quien veían como seguro perdedor, su compañero Roberto “El Maratón” Madrazo, levantando la infundada, pero entendible sospecha de fraude de quien hoy despacha en Palacio Nacional.
Y qué decir de este último personaje, que perdió dos de tres caídas para hacerse de la victoria en la tercera.
No cabe duda de que la excepción hace la regla, lo cierto es que para efectos de la citada ley de Greene, perder no significa la muerte, pero ser “un perdedor” sí que constituye una desdicha y un motivo para no ser incluido en el círculo de quienes pretendan alcanzar algo más que una campaña testimonial. Ricardo Anaya cree que puede repetir la hazaña lopezobradorista siguiendo incluso sus pasos recorriendo el país; la diferencia es que este muchacho no solo es un perdedor por fuera y ante los ojos de quienes ya le negaron su voto, sino que lo es por su naturaleza impostada y maliciosa, propia de aquel que nace sin gracia, como Grenouille, el siniestro personaje de Patrick Süskind en: “El Perfume”, que nació sin aroma, es decir, sin esencia y tuvo que ingeniárselas para hacerse notar mediante mejunjes hechos a base de vapores femeninos extraídos de sus víctimas para luego terminar devorado por una multitud a la que llevó al éxtasis y al paroxismo colectivo.
Anaya está muy lejos de eso.
Marco Sifuentes