Hace poco más de cien años nació en Silao don Eugenio Trueba Olivares. Un personaje extraordinario para la vida académica, intelectual, política y artística del estado de Guanajuato. Su reciente partida deja un hueco enorme en el capital cultural de varias generaciones locales de abogados, escritores, actores, artistas e incluso políticos, que pierden un referente en la ética y el humanismo como sistema de vida.
Perteneció a una familia de clase media que formaron sus padres María Olivares Luna y Mateo Trueba López; la primera fue nativa del Bajío, y el progenitor fue comerciante de origen “montañés santanderino”. Originalmente se habían avecindado en los Altos de Jalisco, pero se mudaron a la ciudad de Guanajuato. La descendencia de este matrimonio fue numerosa, con nueve hijos, de los que sobrevivieron siete. Fue el menor de los hermanos. Le precedieron Francisco, María Elena, Eduardo, José, Altagracia y Alfonso.
En la primera mitad del siglo pasado Guanajuato era una ciudad empobrecida y en vías de desaparición. Su población había caído desde los 41 mil habitantes en 1900 a los 18 mil en 1930. Se estancó en poco más de 23 mil habitantes entre 1940 y 1950, y en 1960 apenas subiría a los 28 mil pobladores. La pobreza y el abandono eran evidentes en sus calles maltratadas y despobladas.
A principios de la década de los cuarenta el Colegio del Estado apenas tenía mil 256 alumnos, 720 de ellos concentrados en la ciudad de Guanajuato y el resto en León y Celaya.
Los hermanos Trueba fueron estudiantes inquietos y participativos. Su pensamiento se vio influido por el clima ideológico del momento; los años treinta fueron una etapa de confrontación entre paradigmas políticos radicales y contrapuestos: el fascismo nacionalista versus el socialismo estalinista; el catolicismo militante versus el laicismo oficialista; el liberalismo individualista versus el colectivismo revolucionario. En el Colegio del Estado todas las tendencias encontraron seguidores que caldearon los debates académicos y políticos. Eugenio compartió sus recuerdos de la época:
Por esos años los estudiantes éramos pocos, y quienes nos veíamos obligados a permanecer anclados aquí por falta de recursos para ir a estudiar a México, nos aburríamos soberanamente. Sin darnos muy bien cuenta de las secuelas que dejaban sucesos de gran trascendencia, como el cardenismo, la guerra civil española, la segunda guerra mundial, etc., nos entreteníamos aplicándonos con fruición a la lectura de cuanto libro caía en nuestras manos, conducidos por maestros amigos cuya acción valoramos ahora con gratitud. En su modestia, nuestra vieja casa de estudios contrarrestaba, en lo intelectual, el horizonte pueblerino. Don Alfonso Cue, el único librero que había, asturiano viejo y cordial, nos fiaba los libros que le pedíamos y que no siempre le pagábamos. Nos refugiábamos en el café de Tereso, un chino bonachón que nos vendía la taza del brebaje en diez centavos. Allí, en un rincón, hallábamos a Enrique Ruelas, tratando de espantar el tedio y el esplín que lo invadía, haciendo versos. Nos amenazaba con leérnoslos cuando recobraba el buen humor. “Notas sobre el teatro en Guanajuato” p. 424.
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