Cultura

La fiebre del tiburón

No es enfermedad ni la transmiten mosquitos —aclara el camaleón peripatético en el cuarto donde escribo—. Te traigo un artículo (Cabinet, núm. 57) sobre lo que se me ocurrió llamarle "la fiebre del tiburón" como quien se referiría a la "fiebre del oro". Fue un tiempo desquiciado en los 1940 durante el que los tiburones se volvieron caza preciadísima por considerar que la ingesta de una parte de sus entrañas era vital para los seres humanos. Todo a partir del aceite extraíble del hígado de tiburón, rico en vitamina A. La autora del artículo, Sasha Archibald, dice que proporcionalmente el hígado del tiburón es el más grande del mundo y que está repleto de lípidos que suplen de energía al animal durante largos viajes migratorios. (El tiburón más socorrido era el cazón o, por su nombre científico: galeorhinus galeus.)

—Antes me encantó saber ahí de un mito, precioso-apestoso y al fin grandioso, representado todavía en el dinero circulante en las Islas Cook. La bella y fuerte diosa Ina surcaba un día los mares del Pacífico del Sur sobre un tiburón. Le dieron ganas, no tuvo tiempo de desmontar, perdió las formas y se hizo pipí sobre su flete. Esto explica el olor punzante y el sabor desagradable de la carne de tiburón.

—La "fiebre del tiburón" fue también un episodio de vitamanía; los suplementos alimenticios se volvieron pociones mágicas para el vigor y la salud, y eso disparó el auge de la industria. Por ejemplo, solo en el estado de Oregon, y solo en el año de 1943, se capturaron unas 270 mil libras de hígado de tiburón, o unos 65 mil tiburones, con un valor de cinco millones de dólares (68 millones de dólares al precio actual). Los entusiastas de la industria sugirieron entonces la posibilidad de crear otros mercados con los residuos del tiburón: la piel para zapatos, el espinazo para bastones; los ojos, barnizados y laqueados, para dijes. La carne, de alimento para perros. Nada de eso. La demanda por los hígados era tanta que no admitía el menor incentivo para utilizar todo el pobre bicho.

—Pues con esto me has traído, camaleón, una franja entera de infancia; y en el centro de ella mis dos madres, doña Emma y doña Luisa. Lo he registrado como sigue. A mediados de los 1960, de una alacena-botiquín junto a la cocina de nuestra casa en la colonia Hipódromo Condesa, bajaban las píldoras Seven Seas (nunca pronunciadas "sevensís") de hígado de bacalao. Estas píldoras eran traídas de Chetumal, Quintana Roo, entonces perímetro libre. En nuestra vida familiar las sevenseas recibían elogios plenos como fuente de curación para muchas enfermedades respiratorias, contagiosas, crónicas y meramente anímicas; a veces enfermedades de apocamiento o infrecuencia de voluntad. Estas píldoras, subrayo, eran de bacalao. Diferencia fundamental: en aquel entonces lo que se tenía a mano
en la Ciudad de México eran las Perlas Canín, anunciadísimas en el radio y la televisión. Pero nosotros (mis hermanos y yo) ni por olor supimos nunca de las Perlas Canín. Mi madre y mi tía se encargaron de darnos las píldoras de verdad, las de bacalao, puesto que ambas mujeres, pero especialmente mi tía, abrigaban ciertas ideas al respecto. Tales ideas tenían para mí el peso de la verdad irrefutable: las píldoras de hígado de tiburón eran una porquería, puesto que el tiburón depredaba en los mares bajos y tibios, y esto no debía traer nada bueno. De algún modo el tiburón era una especie de bajofondista de los mares, como proclive a la morbidez tropical y (si se pudiera) la malaria; un tipo comodino y turbio, medio golfo y desobligado. Por tanto, el tiburón debía tener el hígado descompuesto si no era que podrido. (¿Y qué madres, como mi madre y mi tía, les darían a sus hijos píldoras extraídas de un hígado así?) En cambio, el bacalao era un pez de altura, es decir, un pez de mares fríos y profundos, un pez como dado al trabajo y galopeador contra los gélidos vientos submarinos. El bacalao era un pez saludable, a diferencia del tiburón, y sobre todo: fueran cuales fuesen las debilidades morales de alguno que otro bacalao que, como individuo, difiriera de su virtuosa especie, al cabo se imponía lo siguiente: en la profundidad de aquellos mares nórdicos todo bacalao estaría en una suerte de congelador; su hígado existía (puesto que estaba frigoríficamente guardado por la naturaleza) para converger en las virtudes potenciadoras, curativas y en mi caso irrecuperables de las píldoras Seven Seas.

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Luis Miguel Aguilar
  • Luis Miguel Aguilar
  • [email protected]
  • Ensayista, narrador y poeta. Ganó el Premio del PEN Club México 2010 por Excelencia Literaria, y el Premio del Festival Internacional de Poesía Ramón López Velarde, en 2014. Publica todos los martes su columna El camaleón peripatético.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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