Desde la Colonia hasta la pos-Revolución, México ha sido incapaz de crear instituciones fuertes en torno a un sólido Estado de Derecho que permita regular -desde la legalidad inscrita en la Constitución- la violenta proclividad de los mexicanos.
El Estado de Derecho está basado en 4 criterios: (1) Leyes justas, aplicadas de manera uniforme a todos por igual, apalancadas en la protección de los Derechos Fundamentales de los mexicanos.
(2) Impartición de una justicia accesible y eficiente, “realizada por jueces y magistrados competentes, éticos, neutrales e independientes”.
(3) Estricta transparencia y rendición de cuentas: “gobierno y actores privados deben rendir cuentas ante la ley y ser sancionados en caso de incurrir en actos (de corrupción) que violen sus deberes”.
Y (4) Impulsar un Gobierno Abierto en el que “todos los procesos que promulgen, administren e implementen las leyes sean accesibles, justos, eficientes y transparentes”.
De tener un verdadero Estado de Derecho en México, existirían sólidos límites al poder gubernamental; una ausencia de corrupción; un gobierno abierto fuerte; un respeto irrestricto a los Derechos Fundamentales; un orden y seguridad patrimonial y físico; un cumplimiento estricto de las regulaciones en temas laborales, ambientales, comerciales y de salud pública; una justicia civil accesible, pronta y libre de corrupción y discriminación y un sistema de justicia penal capaz de procurar e impartir justicia con respeto a los derechos de los detenidos y las víctimas.
Pero, ¿qué tenemos en realidad? Un débil Estado de Derecho, corrupto e impune, proclive al autoritarismo caudillista, atravesado por el crimen organizado, el tráfico ilegal de armas y drogas y hundido en la desigualdad económica y un sistema educativo pobre.
No en balde, en 2020, el nivel del Estado de Derecho en México ocupó el lugar 104 de 128 países en el mundo (WJP: 2020). En ese ranking nos superaron Nigeria, Guatemala y Sierra Leona.
Lo dicho: la violencia en México es el resultado de la ausencia de un genuino Estado de Derecho.
No de maquinaciones psicohistóricas sin sustento empírico alguno.