Junio es oficialmente el mes del orgullo de las comunidades sexo-género disidentes. Y, aunque menos visible, también es el mes en que el 18 se conmemora el Día del Orgullo Autista. En la coincidencia hay una convergencia que merece nombrarse y reconocerse.
Nombrar es una forma de volver menos aterrador lo que se ha aprendido a temer. Cada etiqueta nace de un proceso sistemático de exclusión, surge porque la mayoría decide qué es lo “normal” y relega al margen todo lo que se le escapa. Pero otorgar un nombre también puede convertirse en un instrumento de lucha y de orgullo identitario y político.
Y eso es especialmente evidente cuando hablamos de las personas neurodivergentes que también forman parte de la comunidad sexo género disidente.
Las observaciones de los años recientes han confirmado que las personas autistas tienen una mayor probabilidad de identificarse como LGBTQIA+ en comparación con la población neurotípica. Existen al menos tres investigaciones científicas que lo confirman. Lo que nos descubre que hay una conexión entre habitar el mundo desde los márgenes neuronormativos y hacerlo desde los márgenes sexogenéricos.
Pero también significa que estas personas viven una doble (o múltiple) exclusión. Las personas autistas LGBTQIA+ enfrentan barreras adicionales para acceder a servicios de salud, sufren mayor estigmatización y son blanco frecuente de violencia. A quien no se nombra, no se atiende, no se escucha y se sigue vulnerando.
Para acompañar y apoyar verdaderamente a quienes viven en estas intersecciones es fundamental reconocer que todas somos personas sujetas de derechos. Necesitamos transformar las estructuras que todavía insisten en que ser diferente es un problema, en vez de reconocerlo como parte legítima de la diversidad humana.
