Imagine usted que tiene una hija de 18 años. O, si eres un lector joven, imagina que tienes una hija de esa edad, y que se llama ________. Imagina que así le pusiste porque te encanta ese nombre, porque siempre soñaste que, si un día tenías una hija, así le llamarías y tu esposa concordó contigo. O, si eres mujer, imagina que tu esposo aceptó tu anhelo: ponerle a tu hija ese nombre que tanto te ilusionó siempre, ese nombre que tanto amas.
Ahora imagina algo que te va a doler mucho. Algo que te va a partir. Algo que te va a mutilar la vida: imagina que ya han pasado más de 4 mil días desde el primer día del secuestro de ella, de tu hija. Imagina que ya han transcurrido casi 11 años desde que la raptaron.
Imagina aquel infausto 11 de diciembre de 2007, cuando, a plena luz del día, en Ciudad de México, tu hija estaba a punto de abordar su Volkswagen Beetle. En las cámaras de seguridad se aprecia nítidamente que cinco tipos intentan someter a tu hija durante largos, larguísimos segundos. No pueden. Ella es una guerrera. Patea con todas sus fuerzas, se revuelve como una fiera. Cobardes. Uno solo no pudo. Ni dos. Ni tres. Ni cuatro. Solo entre cinco miserables pudieron someterla. Se la llevaron en su propio coche.
Imagina que a tu hija la tuvieron secuestrada dos años, dos meses y ocho días. Imagina que durante ese tiempo le mutilaron las orejas, la raparon, le fracturaron los dientes, y te mandaron cabellos y fotos de ella para que pagaras (dos veces, el 12 de enero de 2008 y 24 de septiembre de 2008) un rescate. Imagina que estos tipejos te la asesinaron (cuatro de los cinco autores materiales siguen impunes y ve tú a saber cuántos autores intelectuales sean). Imagina que los secuestradores la mataron a principios de 2010 y los desgraciados todavía cometieron la infamia de pedirte un nuevo rescate en agosto de ese año, con cabellos que habían guardado como prueba de vida y cartas donde tu hija te expresaba su angustia.
Imagina que su cuerpo fue tirado en la carretera libre a Cuernavaca y, como nadie lo reclamó, permaneció tres años en una fosa común, hasta octubre de 2013. Imagina que cuando al fin hallaste sus restos los peritos te informaron que al morir tu hija no tenía ni agua ni alimento en sus entrañas.
Ese es el infierno que vivió Marco Vinicio Loera García, padre de Priscila Loera Franco, el hombre que sigue llorando cada madrugada, implorando que su hija haya sabido que él no falló, que él sí pagó el rescate millonario.
Imagina que tú eres él y que la reportera Selene Flores te muestra tal empatía que tú, en lágrimas, le confías: “No hay vida después de una muerte así de un hijo. Uno no vuelve a tener vida. Yo no estoy vivo”.
Yo no estoy vivo. Imagino que yo soy ese padre y que el Estado mexicano no protegió a mi hija, ni me protegió a mí, ni atrapó a los secuestradores. Imagino entonces que yo (no ese padre, yo) voy con El Grupo y me sumo a la organización que, ante el Estado fallido, me arropa y me ayuda a dar con estos secuestradores para que yo mismo los persiga, los cace, los enfrente, los atrape, y haga justicia. Una justicia muy cabrona. Muy dura. Rotunda. Una justicia a sangre fría para aplicar a monstruos sin piedad. A cobardes.
¿Qué es El Grupo? Ya verá usted. Ya verás tú...
[email protected]
@jpbecerraacosta