Hoy, esta columna tiene un tono casi emocional. El tema es Ucrania. Inevitable permanecer ajeno a la prensa acerca de este conflicto.
El trabajo periodístico de corresponsales, enviados, camarógrafos, fotoperiodistas y fíxers nos permite acercarnos casi de manera instantánea a los acontecimientos que ensombrecen a ese país y preocupan –o debieran preocupar- al resto del mundo.
Reportear una guerra, y salir airoso, es probablemente una hazaña.
No es algo sencillo ni rutinario como es recibir el boletín oficial en una alcaldía lagunera, o de los gobiernos estatales de Coahuila y Durango, o entrevistar a dirigentes políticos o empresariales, o la nota de un accidente, no.
Viajar a otra nación para hacer periodismo en una guerra, sea ésta de la magnitud que sea, es otro asunto.
Por eso, me conmueve constatar que, gracias colegas, mujeres y hombres, con cámaras, micrófonos, teléfonos móviles y modernos artefactos, sin las infaltables libretas y plumas, están ahí y nos informan.
Solo puedo decir que todas las emociones y sentimientos se conjugan justo en esos instantes, donde se es testigo del lado más inhumano de la vida, donde como periodistas no hay que cansarse, y sí apenas medio comer, quizá apenas asearse.
Compañeros enviados a Kiev o a lugares próximos a ese país del este europeo, hacen valer su condición de periodistas, recuperan la dimensión social y humanista del periodismo.
Lo honran. Por eso me congratulo y me felicito de no haberme equivocado de profesión. Aquí en Torreón, con la mayor parte de mis años profesionales en diversos medios escritos y la radio, me identifico con las y los colegas que cumplen con la orden de trabajo de ir y remitir sus notas, porque las órdenes de trabajo en un medio de comunicación se cumplen y ya.
Porque es nuestro oficio, porque es nuestra pasión, porque es nuestro amor el hacer periodismo en las condiciones que las circunstancias obligan.
Aquí, ahí, allá, donde la realidad es lo único por observar para recogerla y transmitirla.
Gracias al periodismo sabemos de la gente que sufre esos acontecimientos y son entrevistadas, no hay montajes preparados, ni entrevistas a modo, ni repetitivas como es la pesada costumbre hoy.
Me identifico porque, guardadas la distancia, el tiempo y las circunstancias, incluso los riesgos, la experiencia de una guerra es una gran lección de vida para uno como periodista.
Lo viví en El Salvador y en Nicaragua, a fines de 1983 e inicios de 1984, me tocó sentir cómo corre la sangre por las venas, el respirar agitado, los nervios a punto de explotar, escuchar y ver con más agudeza, comprender que somos, los periodistas, cuando lo somos, extremadamente frágiles; que la violencia destroza, que los peligros son inminentes, impredecibles. Que la muerte nos silba ufana.
No, no es fácil un episodio bélico en la vida de un periodista. Porque lo ahí visto, lo ahí escuchado, lo ahí absorbido, nunca se irá de nosotros.
El dolor y las imágenes perduran, no sé si hasta el último momento de la existencia.
Honro a las y los periodistas que regresan de una guerra, y honro más a quienes ofrendaron su vida en ella(s).