Nunca terminaré de realizar un conteo, por breve que éste pueda ser, de los personajes errantes que he visto en mi vida. Me detengo: también de los personajes aristócratas que han circulado por mis ciudades, entre mis calles. Un inventario eterno, casi imposible: nunca se podría, además, actualizar.
Los pienso ahora que estoy organizando unas ficciones breves y debo echar mano de algunos de ellos. Es posible que la locura fuera un matiz unificador en todos ellos. Pero como bien lo dicta el psiquiatra Carlos Castilla del Pino: la ficción y la locura deben tomarse en serio por igual porque ni una ni otra mienten, hay que tomarlas muy en serio.
Diferencia única: dejo a un lado a los simuladores que aparecen abajo de las piedras, como los alacranes.
Los discursos demenciales no lo son prefabricados, ésos se notan a cientos de leguas. Lo curioso es que a veces quienes escuchan versiones por sí mismas inverosímiles las crean disimuladamente porque así les conviene. Escucho al narrador: “la mentira es un riesgo humano permanente, no para quien la dice, sino para quien la escucha”.
Hace unos días apenas tomé un autobús urbano porque debía acudir a una reunión nada importante, sin prisa. Una formalidad, digamos. En ese momento me hallaba “bloqueado” e “impedido” de concluir una de esas historias que uno comienza sólo porque lo atrapó la primera línea pero que luego se extravía y ya. Es aquí donde repasé a mis personajes errantes.
Ni uno me era útil. Fabricar un endeble diálogo o una endeble psicología —pensé— era lo menos adecuado: qué mejor que tirar todo al cesto de la basura.
Vuelvo al anecdotario: en un parador se subió un hombre que dijo llamarse Pedro Infante y comenzó a cantar las clásicas del ídolo mexicano. Un hombre alto, sin voz, que se confesó psicoanalista sin clínica. Yo iba de pie, afianzado a un sujetador de metal ahora que ya lo permiten las variantes de la Covid-19.
Cerca del Pedro Infante, del psicoanalista de plástico, iba sentada una enfermera —lo digo por su atuendo— quien portaba una de esas hileras que regalan las embotelladoras a los usuarios. Entonces el hombre dejó de cantar y le pidió que sacara el corazón que, según él, la mujer llevaba oculto en la hielera. Personaje errante que me obsequió un buen argumento. Ya no busqué más, ya no tenía caso.
Juan Gerardo Sampedro