Parecería que no existen instancias de contención que eviten la necesidad de exponer al jefe del Estado mexicano en la explicación y negativa de un supuesto caso de espionaje gubernamental. De nada sirvió que un funcionario de la PGR saliera a negar las imputaciones o, más bien, suposiciones e insinuaciones de The New York Times. Aunque la nota hubiera venido de la prensa vaticana, el contenido de la publicación no daba para más que eso, la respuesta de lo que los escandalizados han llamado un funcionario menor o un burócrata de tercera, aunque desde luego, no está en la estructura moral de los presuntos implicados el ninguneo ni la discriminación.
Pero para bailar tango se necesitan dos. Del otro lado, no se prescindió de la soberbia propia, diríase natural, de periodistas y defensores de derechos humanos. No nos equivoquemos el resto de los mexicanos: ellos solo hablan con el Presidente. Lección primera.
Segunda lección: hay que aprender a leer. Basta con el escandalito del espionaje denunciado por The New York Times para justificar la reforma educativa. Un programa vendido por una empresa israelí que dice solo comerciar su producto a gobiernos se presume que fue utilizado en México contra la privacía de algunos santones de la moral pública de la opinión nacional. Nadie pone en duda el dicho de la empresa israelí, que por su nacionalidad tiene a su probidad y perfección operativa por encima de toda sospecha. Dudarlo, siendo israelíes, sería como poner en duda el Holocausto. Ergo, el gobierno mexicano utilizó ese programa llamado Pegasus. Gobierno, para simplificar, porque gobiernos estatales es muy largo. Es la misma lógica de los que buscan a los 43: ¡fue el Estado, fuera Peña!
Si es cierta la nota, se trata de una violación a la privacidad, concepto resbaladizo que cultural y tecnológicamente cambia, si de veras quieren discutir en serio.
Intervenir las comunicaciones de empresarios multinacionales o de políticos en funciones no es espionaje sino periodismo de investigación o un delito en defensa de una buena causa y, por tanto, excluyente de responsabilidad, como las intervenciones que hace López Obrador, confeso, desde que era candidato a la gubernatura de Tabasco. Y difundir esas intervenciones no es violatorio de nada porque es nota y una nota es moralmente superior a la ley.
Tercera lección: para tener un programa de espionaje, ¡por Dios!, no hay que ir hasta Israel. En todas las plazas comerciales de telefonía y cómputo de México venden ese tipo de programas en miles de pesos y no en millones de dólares. Los nuestros son capaces hasta de clonar el ADN de su mamá.
El Estado mexicano en diversas agencias realiza cotidianamente intervención de comunicaciones. Buena parte de esa capacidad del Estado se dedica al espionaje interno, dentro del gobierno. Es una práctica tan necesaria como habitual. Si alguien de oficioso utilizó esos sistemas para elaborar su propia lista, el único capaz de identificarlo es el propio Estado y, en su caso, sancionarlo y, como ahora se exige, exhibirlo. No cuesta. Pero ese es el punto al que el gobierno ha permitido que se llegue.