Con un tiempo de 2 horas, 24 minutos y 52 segundos, la fondista estadunidense Joan Benoit, cruza la meta del Memorial Coliseum de Los Ángeles en 1984, convirtiéndose en la primera campeona olímpica del maratón femenino en la historia de los Juegos.
Benoit, que dominó la prueba de punta a punta con un ritmo arrasador bajo feroces condiciones atmosféricas, saca más de un minuto de ventaja a la noruega Grete Waitz y casi dos a la legendaria corredora portuguesa Rosa Mota, que completa el podio.
Pero la lección de aquella prueba no está en los primeros tres lugares, sino en el número 37. Mucho tiempo después de Benoit, entra por la puerta de maratón la suiza Gabriela Andersen, que recorre los últimos 195 metros en un estado dramático: su carrera atraviesa la frontera entre la atleta y el ser humano. Arrastrando los pies, zigzagueando, tambaleante, deshidratada, a punto de caer al suelo y al borde de la inconsciencia, Andersen cruza la meta y se desvanece. Aquella imagen, de culto, es una de las más auténticas en la historia del deporte.
Esta semana, en el Campeonato Mundial de Natación en Budapest, vimos el cuerpo de Anita Álvarez, una portentosa nadadora estadunidense, hundirse lentamente: la deportista ha sufrido un desmayo durante su rutina y llega inconsciente al fondo de la piscina. Las cámaras retratan con exactitud el instante en que la atleta está sola con su alma: son segundos donde la vida marca una frontera con el deporte.
En una escena dramática, es rescatada desde las profundidades de la competencia por su entrenadora, la española Andrea Fuentes. Anita fue llevada a la orilla y atendida hasta recuperarse. Como Andersen, su carrera continúa.
Horas más tarde, Fuentes explicó con una claridad extraordinaria el significado del deporte: “Los deportistas nos dedicamos a buscar límites con nuestro cuerpo, a veces, para descubrirlos, tenemos que ver dónde está la frontera”.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo