Los campeonatos de Liga, como el regreso a clases, coincidían en la primera semana de septiembre tras dos buenos meses de vacaciones, julio y agosto, en los que daba tiempo de todo: aprender un oficio, visitar a los abuelos, viajar por carretera, ir de campamento, leer un libro, armar rompecabezas de cinco mil piezas, jugar bajo la lluvia, ir al beisbol y extrañar el futbol mexicano del que nos desconectábamos por completo sin esperar grandes novedades.
Al empezar las pretemporadas, todas se hacían en playas o montañas, sabíamos que regresando al estadio ahí estarían los mismos jugadores, los mismos uniformes y casi siempre los mismos entrenadores del torneo pasado presentados por Fernando Schwartz en la sección deportiva de 24 Horas.
Era un futbol que vivía despacio, sin las agujas de la audiencia, ni los piquetes del mercado, más lento, pero mejor jugado.
Cuánto habrá cambiado todo que nuestros equipos ahora también cambian de piel, de camiseta, de balón, de jugadores y hasta de dueños de un año al otro; pero sobre todo, nos damos cuenta cómo hemos cambiado cuando las escuelas todavía no salen de clases y ya se está jugando un nuevo torneo: el futbol va demasiado rápido.
Ahora son las novedades y la velocidad con la que suceden lo que mantiene vivo el negocio: rumores, fichajes, refuerzos, nuevos uniformes, hasta cuatro de ellos, promociones, redes, contenidos, dos torneos, dos liguillas y dos campeones al año.
Hago memoria y no recuerdo un campeonato del futbol mexicano que haya arrancado tan pronto, ni siquiera el Prode-85 que inició un 12 de julio lo hizo tan temprano.
Mirar un campeonato de Liga jugarse en pleno verano no era lo que esperaría siendo niño, a mí me gustaba que la Liga coincidiera con la compra de útiles escolares, el olor a lápices, libros y cuadernos nuevos, y con la entrada al colegio para hablar de nuestros equipos con los compañeros de salón.