Abrió la puerta del casillero, ajustó la diadema, cerró los ojos y murmuró con resignación: quizá es la última vez. Entonces cruzó la pista cargando un costal de títulos, si alguien quiere saber cuánto pesa la historia, lo único que debe hacer es mirar a Serena Williams caminar.
Una de las deportistas más dominantes de todos los tiempos hizo una pausa, contempló su pasado, guardó su fortuna, cuadró las cuentas, nos contó su vida, revisó el calendario, ajustó su reloj, eligió una fecha y señaló un lugar: en la cancha central del All England Club, la tenista número 1204 del mundo, volvió. Su rival, la francesa Harmony Tan, diecisiete años menor y ubicada en el número 115 del ranking WTA, enmarcó el primer set (7-5) para colgarlo en alguna pared, recibió una lección de entereza y humildad en el segundo (1-6) y en el tercero (7-6), homenajeó a la mejor tenista de todos los tiempos dedicándole todo su esfuerzo y capacidad para llevarla a una muerte, que no fue súbita, sino legendaria: la joven Tan acaba de vencer a la mujer que cambió el deporte revolucionado por Billie Jean King.
Serena, un lejano vendaval, acarició la hierba inglesa con la dulzura de una madre, la pisó con el prestigio de una reina y la iluminó con la brillantez de una estrella inalcanzable: al finalizar el partido, Wimbledon volvió a rendirse a sus pies.
Con 40 años, toda una vida por delante y la sombra de un retiro que será conmovedor, la jugadora dejará un legado excepcional. El lugar que ocupa en la historia del tenis no admite discusión, se trata de la número uno entre todas las numero uno; pero el deporte tiene una cuenta pendiente con ella: Serena Williams ha derribado la puerta del exclusivo salón donde descansan Ali, Jordan, Pelé, Owens, Phelps, Bolt y los demás.
Nos encontramos frente a una atleta de tres magnitudes: universal, social y generacional; después de Williams, el tenis no será igual.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo
