La clase del 92, una generación templada por Sir Alex Ferguson entre hornos y carbón, consiguió que el United marcara territorio en la época de mayor expansión del futbol: Gran Bretaña, Asia, América, África y Oceanía eran suyos. Se trataba de un equipo inmenso con jugadores muy sencillos identificados con el obrero de Manchester: David Beckham, Nicky Butt, Ryan Giggs, Gary Neville, Phil Neville y Paul Scholes, formaron la médula espinal del último United made in England.
Veinticuatro años después de aquel triplete ganado en 1999, Old Trafford no ha vuelto a ver un cuadro tan auténtico como ese. Las profundas raíces de este club, un viejo roble inglés, partieron su alma en dos mitades: es una institución de la Revolución Industrial que se comporta como una corporación en Wall Street.
El United, vendido por hombres con Rolex, portafolio y mancuernilla que mecen las papeletas de sus acciones en Nueva York, sigue respirando el hollín de las chimeneas como los obreros de bufanda y abrigo de poliéster.
Manejar al United representa un constante dilema: es el más rico de los clubes pobres y el más moderno de la antigüedad. En esa contradicción encuentra su virtud: compite mejor cuando se olvida del dinero y juega con grandeza cuando asume que es un club viejo.
Esa condición tan particular, le exige tener en casa lo que no se encuentra en el mercado: audacia y valentía. La defensa casi religiosa de estos principios, le convierten en un equipo encerrado en un teatro.
Jugar en el United, dirigirlo, o apoyarlo, requiere cierta fascinación por el medioevo. Hay equipos que conviven de forma natural con el gasto y otros que se sienten más cómodos con el ahorro; éste era uno de los grandes ahorradores: perfil típico en los clubes trabajadores, que pasaron hambre o sufrieron alguna tragedia, ahí estaban sus sueños. Pero al United se le olvidaron tres cosas: comprar, producir y vender.