Sentados en los corros de un pueblo, en la boleras, las terrazas, o bajo la sombra de un castaño que cuela el sol dando fresco al cálido verano europeo, turistas, paseantes y habitantes corrían a la televisión más cercana para mirar los minutos finales de cada etapa del Tour de Francia.
La transmisión del recorrido cautivaba a la gente que se agrupaba alrededor de los bares comentando la carrera, ovacionando a los corredores y echando las cuentas de la próxima etapa.
Las primeras semanas de julio, mágicas para los vacacionistas, convertían al Tour en un fenómeno de audiencia: una caña, unas aceitunas, un café, una manzanilla, un vinito blanco o un helado para los niños, servían los tenderos a su público en las barras, que disfrutaba de las bicicletas antes del medio día, y de la playa o la montaña por las tardes.
A lo largo de su existencia el Tour ha sido otras tres cosas: costumbre, convivencia y familia. La vergüenza del dopaje, probablemente la mayor trampa en la historia del deporte, orilló a esta competición al precipicio: hay un Tour emblemático antes del cisma, un Tour inhumano durante los años del engaño, y un Tour solitario posterior al escándalo que intenta huir de la emboscada. Si algo perdió el Tour fue credibilidad.
Esta semana dio un paso importante en su recuperación cuando el danés Jonas Vingegaard y esloveno Tadej Pogacar, el mejor ciclista del mundo y suéter amarillo, dieron un espectáculo de época entrando a los Alpes.
Durante 60 kilómetros los coequiperos del Jumbo atacaron sin piedad a Pogacar en las cumbres, quien no escatimó un metro, pero a pocos kilómetros de la meta, se rindió. La etapa, que ya es considerada una de las mejores del siglo, se prolongó ayer en el ascenso al mítico Alpe d’Huez con un sabor a revancha, pero en plena cara del macizo entre esloveno y danés, irrumpió un inglés: Thomas Pidcok, el montañista con ruedas. El Tour ha vuelto.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo