La NBA, “made in America”, era un deporte exclusivo para dioses que parecían hombres, inalcanzables e imbatibles; hasta que poco a poco fue invadida por hombres que parecían gigantes, como el serbio Vlade Divac, los croatas Drazen Petrovic, Predrag Stojakovic y Toni Kukoc; el canadiense nacido en Sudáfrica Steve Nash, el francés nacido en Bélgica Tony Parker, los alemanes Detlef Schrempf y Dirk Nowitzki; el holandes Rik Smits, los lituanos Arvydas Sabonis y Sarunas Marciulionis; el congoleño Dikembe Mutombo, el nigeriano Hakeem Olajuwon, el chino Yao Ming, el argentino Manu Ginóbili y el español Pau Gasol.
A este grupo de jugadores, quizá los más emblemáticos de una histórica legión de extranjeros, debemos la riqueza del basquetbol como un deporte universal de patente estadunidense. Con el retiro de Gasol, el último de ellos, se va también un deportista cuya generación cambió la mentalidad de una nación.
España, encabezada por Rafael Nadal, Fernando Alonso, Íker Casillas, Xavi Hernández y Pau Gasol, hizo del deporte un estilo de vida para millones de niños y jóvenes que encontraron en sus grandes triunfos, un motivo para jugar.
Tuve la oportunidad de vivir esa época muy cerca. Un país escaso de victorias, de pronto festejaba un domingo el título de Wimbledon, al siguiente un Gran Premio, una Champions, un anillo de NBA, una Eurocopa, una medalla olímpica o un Mundial. Ganar se convirtió en una dinámica promovida por un grupo de atletas que se comportaban de manera ejemplar.
Esa generación dorada, que también produjo el auge del deporte femenil español representado por Mireia Belmonte, Carolina Marín o Ruth Beitia, estaba por encima de cualquier pretensión: eran deportistas con espíritu amateur que se enfrentaban a la brusquedad del profesionalismo, venciéndolo con una serie de valores contagiosos. Campeones como Gasol, ganan dando ejemplo, algo difícil de encontrar.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo