La posición del mariscal de campo es probablemente la única en todo el deporte profesional que produce identificación por encima de un equipo.
En los setentas, cuando el futbol americano de la NFL estalló en México después de los Potros de Unitas, hubo quien se hizo vaquero por culpa de Roger Staubach, un All American Boy, y quien se hizo acerero por seguir a Terry Bradshaw, el hombre que vivía bajo la Cortina de Acero.
Dos formas distintas de interpretar el juego. De aquella rivalidad entre Dallas y Pittsburgh, Staubach y Bradshaw, surge el fenómeno del jugador franquicia, futbolistas que viven y mueren con el jersey puesto.
El liderazgo de un quarterback sobre los terrenos de juego y su personalidad fuera de ellos construyen dinastías. La afición en la NFL, distinto a lo que sucede en otros deportes, no se hereda, ni se aprende, se encuentra, es independiente. San Francisco encontró la grandeza durante los años de Montana, Miami a pesar de tantas desilusiones tuvo en Dan Marino un poderoso imán de fanáticos.
Sucedió lo mismo con los Broncos de John Elway, los Vaqueros de Aikman, los 49ers de Steve Young o los Packers de Rodgers. Los mariscales de campo a través de la historia van reclutando afición por sí solos, su carácter influye en el ánimo de las nuevas generaciones que buscan un equipo para sentirse parte de una época.
El último gran fenómeno de masas, Tom Brady, hizo de los Patriotas de Nueva Inglaterra el equipo más popular de nuestros tiempos. Todavía hay quien discute si Peyton Manning, un llanero solitario con todos los méritos, puede entrar en esta lista.
Pero al margen de anillos y números, la NFL es una Liga muy sabia. Como ninguna organización deportiva en la historia, administra a la perfección el talento de sus deportistas. Su último héroe está convirtiendo a Kansas City en la franquicia de las próximas generaciones: Patrick Mahomes es, en sí mismo, el último jefe.