Sin pantalla plana, señal directa al hogar, ni alta definición, la Serie del Caribe llegaba por la esquelética antena de VHF movida por los vientos de enero, y conectada a un cable que bajaba por la fachada del edificio desde los tendederos de la azotea, donde subíamos la ropa recién lavada en una palangana color naranja para colgar con pinzas de madera en un alambre forrado de vinilo azul.
Cada departamento tenía su tendedero hecho de malla ciclónica de tres por tres, con su llave, su cadena y su candado. Para mí era un pequeño patio al que los niños teníamos prohibido subir, pero que servía para guardar las bicicletas, la avalancha y el patín del diablo. Al lado, sobre una base de cemento, estaban los viejos tinacos de asbesto colocados en hilera como bombas de guerra en una plataforma de lanzamiento.
Tiempo después llegó el Rotoplas, y junto a los nuevos tinacos que cambiaron la geografía de las azoteas, también llegaron nuevas señales de televisión que jubilaron las antiguas antenas dando otro paisaje a las colonias y barrios verticales de la Ciudad de México que, mientras más cercanos a la Narvarte, Roma Sur, Del Valle y Nápoles, más beisboleros eran.
La Serie representó durante aquellos años, la única oportunidad para ver equipos mexicanos competir contra los mejores del mundo en algún deporte. Aunque faltaba Cuba, el beisbol de esa época tenía algo que ningún otro podía ofrecer: un campeonato internacional.
No importa si se trataba de Tomateros, Águilas o Naranjeros, primer campeón mexicano del Caribe con el legendario Benjamín Cananea Reyes, que repitió título 10 años después en 1986 dirigiendo a Mexicali; esas cálidas transmisiones viajaban desde Caracas, San Juan, Santo Domingo, Maracaibo, Mazatlán o Puerto La Cruz, arrullando la televisión con las voces y sonidos clásicos de una vieja radio, envolviendo mi edificio con un ambiente pelotero y familiar.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo