El futbol, como todos los grandes fenómenos, suelen incubar grandes mitos, uno de ellos está acuñado en una época de salvaje competencia entre Adidas y Nike: las principales fabricantes de identidad.
Hubo una época donde los aficionados solían pensar y con razón, que al comprar un jersey del club de sus amores estampado con el dorsal del jugador de moda, contribuían de manera consistente en la amortización del fichaje estrella.
Ojalá así fuera, pero la realidad es otra. No cabe duda que cada centavo que un fanático gasta en apoyar sus colores, sirve para recuperar la monumental inversión que se hace cada temporada en reforzar las plantillas.
Pero las cantidades, en la mayoría de los casos y, dependiendo el tamaño de cada mercado o contrato, no alcanza para cubrir la cuota mínima de la nómina total del equipo.
Aun así, lo que importa no es la cantidad de camisetas vendidas, sino la identidad que provocan: al margen de un bondadoso acuerdo con la firma que los uniforma, vestir igual a un estadio entero, suma.
El negocio de las camisetas se abrió a finales de los años setenta cuando algunos futbolistas empezaron a regalar sus uniformes de juego a los coleccionistas que se formaban a la salida de los estadios.
Entonces, no parecía importante que clubes como el Madrid, el Barça, el Milán y la Juve, o selecciones como la brasileña, italiana, argentina o alemana tuvieran una marca en el pecho o al costado de su escudo que distinguiera su denominación.
Pensemos en esto: si Pelé en el 70 hubiera vestido Nike, estaríamos hablando de la camiseta más vendida de la historia.
El tráfico de jerseys era normal, porque no existía una sola marca que se hiciera responsable de la magnitud de una nación. El día que las firmas internacionales se empezaron a preocupar de las equipaciones locales, empezamos a preocuparnos por vender nuestros colores. Todas las camisetas tienen código de barras.
José Ramón Fernández Gutiérrez De Quevedo