Me le parezco tanto, que el dolor de su partida se multiplica en confusión: Juan Ignacio Hernández Ornelas, abogado y bohemio se ha ido de este mundo para confirmar que se me concedió tener más de un padre con él como clon o gemelo. De hecho, soy afortunado en la impagable deuda de gratitud que tengo con todos los hermanos de mis padres como padres alternativos y auxiliares, guías y maestros de diversas magias y maneras. Mi tío Nacho me recitó la vida en versos de grandes poetas y de bardos olvidados, como Vicente González del Castillo, lírico leonés y cuevanense, que exhortaba en tinta sepia a ser pródigo en sonrisas, para que esa marca de media luna sobre tu rostro contraste en tu viaje/ junto a la gris tristeza del paisaje/ (como) un vivo pincelazo de alegría.
Mi tío Nacho se va para quedarse como sombra permanente en los callejones de Guanajuato y en las anécdotas de Cuévano que memorizó Ibargüengoitia. Le decían El Tractor por el metro noventa de alegría en su estatura, sus explosiones de risa y porque araba con la palabra todas las invenciones posibles, todas las metáforas del mundo y la sutil manera de mantener en silencio la constante ayuda al prójimo. Nacho fundó como tuno gigante la tres veces H. Estudiantina de la Universidad de Guanajuato y quizá aprovechando el traje fue de los actores dilectos en las famosas puestas en escena que organizara el maestro Ruelas de los Entremeses cervantinos, que a la postre se convirtieron en el Festival Internacional Cervantino.
De los diez hijos que florecieron de la unión de mis abuelos Carmen y Pedro Félix, Juan Ignacio fue el más chico de los varones y por la diferencia generacional con sus hermanos y por una tierna obesidad entrañable no se libraba de bromas duras y desaparición de juguetitos… pero Nacho llegó a ser el escudero incondicional de sus hermanos mayores, el trovador que les contagió la música de Cuba y Yucatán… y el enamorado feliz de mi tía Guadalupe, amoroso padre de mis hermanos, mi compadre y anhelo que en el horror del fango, en medio de tanta estulticia y mentira, alivia mi desolación avisando que esa mirada servil, oblicua y fría/ no sabe de sonrisas ni de nada como lo supo él mismo y mi padre que murió sonriendo, porque sólo sonriendo vale padecer la vida.
Jorge F. Hernández