Cultura

Oliver Sacks anduvo

Pocos han logrado apresar con sensibilidad y reflexión el drama de la vida y las enfermedades como lo hiciera Oliver Sacks. Al percibir que su propia vida se acercaba al ocaso por una enfermedad que se le esparcía por todo el cuerpo con una velocidad que le dejaba poco tiempo para sus paseos y sus párrafos, Sacks escribió unos breves ensayos que hoy aparecen editados como opúsculo indispensable para todo el mundo. Gratitude (Alfred A. Knopf, 2015) abre sus páginas con el texto titulado "Mercurio", el elemento 80 de la tabla periódica de los elementos, que este gran amante de la química humana adoptaba al cumplir 80 años de vida.

Mercurio, el agua plateada pesada y lenta que se resbala sobre la ventana desde donde Oliver Sacks mira su vida pasar, la gota fría que antecede el breve texto donde un gigante de la literatura ajena a la ficción resume "Mi propia vida", "Sabath" y todos los elementos que podríamos resumir en una sola frase: "Predomina en mí el sentimiento de gratitud. He amado y he sido amado. Se me ha dado mucho y he podido dar algo de vuelta. Sobre todo, he sido un ser inteligente, un animal pensante sobre este hermoso planeta, y eso en sí mismo ha sido un enorme privilegio y una gran aventura".

Vuelvo a casa, lejos de México y una semana en la que se me concedió traer pegados unos labios a los míos, incontables abrazos que aligeran los horarios volteados, muchas palabras de amor y de aliento, mucha verdad y pocas mentiras. Sobre todo, vuelvo del vértigo de una feria de libros donde quiero agradecer a todos y cada uno de los lectores que leen, que se acercan año con año a la ventana abierta que uno redacta en tinta y en silencio sin saber a ciencia cierta cuál o cómo es la voz que completará el círculo de todo lo escrito con su lectura, y agradezco también a todos y cada uno de los escritores de verdad de los que pude volver a aprender, de sus palabras y de sus vidas, en medio de cientos de falsos bardos, plagiarios impunes, envidiosos irremediables, improvisados sin remedio. Agradezco a los editores que se preocupan por leer a sus autores y velar por la vida de sus libros, los diseñadores que resucitan hasta los dibujos con los que uno intenta cuajar sus cuentos y el niño que me confundió con Santa Claus. Agradezco las horas en que pude confirmar el enrevesado sosiego de saber que mi escritorio ya es hogar para otra prosa, la misma música de sobremesa, el tráfico insoportable en las calles que ya parecen ajenas.

En particular quiero agradecer la cátedra constante de inteligente literatura y afecto incondicional que me regalan Juan Villoro y Antonio Muñoz Molina, y la presentación maravillosa que realizaron Fernando Rivera Calderón y unos señores llamados Santiago y Sebastián Hernández Zarauz, las dos voces más inteligentes y entrañables de todo el mundo sin agraviar a nadie, y sí agradecer a todos y tantos que han apuntalado su sensibilidad y su inteligencia, la partitura de sus palabras y la armonía perfecta de todas las cuerdas que tocan como si nada. Traigo en el sueño un desfile de miradas, todas sonrientes, y una maleta de libros dedicados con deseos; traigo el apetito al pastor y mil seiscientos estudiantes de una preparatoria en Autlán que se desgranaban en sincronías y coincidencias, y así llego contando las bendiciones y privilegios —leyendo el ejemplo de Oliver Sacks— en vez de hilar rencores y ahondar los corajes que me llevaron a quemar naves e intentar empezar de nuevo en Madrid.

Oliver Sacks era poeta de la neurología, ensayista de la piel humana a la que veía de frente con ternura e intriga. Le dedicó horas enteras a las plantas y sus follajes, a los raros, locos y ausentes. Habló con quienes navegaban catatónicos en nubes de amnesia y con el que dibujaba minuciosamente los hilos de su memoria fotográfica, con el hombre que confundía a su mujer con un sombrero y el melómano que de pronto descubre que es capaz de leer papeles pautados. Anduvo por este mundo con la mirada atenta a todo lo que le rodeaba, lo que intentaba poner en tinta y, por lo visto, agradecer de corazón. Yo quiero ser así... porque de lejos, mis labios saben a beso y mis brazos se quedaron en abrazos.


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Jorge F. Hernández
  • Jorge F. Hernández
  • Escritor, académico e historiador, ganó el Premio Nacional de Cuento Efrén Hernández por Noche de ronda, y quedó finalista del Premio Alfaguara de Novela con La emperatriz de Lavapiés. Es autor también de Réquiem para un ángel, Un montón de piedras, Un bosque flotante y Cochabamba. Publica los jueves cada 15 días su columna Agua de azar.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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