Es un Ángel. De hecho, así se llama y su pasaporte remata con los apellidos Gil-Ordóñez y quizá sea mejor intentar retratarlo como arcángel por la inmensa labor que ha realizado en pro de la música, la música de veras, no solo en su encomiable trayectoria como profesor en las universidades de Wesleyan en Connecticut y en Georgetown, alma mater en Washington, D.C., sino en la valiosísima labor al frente del Post-Classical Ensemble, mano a mano con el genio de Joseph Horowitz. Le dieron un giro copernicano al tedio de la asistencia insípida a los conciertos y convirtieron sus presentaciones en oportunidades de conocimiento, en experiencias de vida y saber donde la música se vuelve tríptica, tridimensional, palpable.
Lo imagino desde la ventana donde intento verlo a pesar de la distancia: el Ángel dirige el silencio en medio de una niebla espesa de pandemia. En su buhardilla cabe la sinfónica que lleva en la cabeza y la partitura revela las notas exactas que van más allá del pentagrama. No precisa escuchar con audífonos las grabaciones anteriores a la sinfonía que prepara precisamente para que cada uno de los intérpretes parezca crear en ese instante la música recién nacida y todos a una siguen la levísima brisa que oscila desde la batuta de este arcángel de caballera al aire, genio que ha unido los paisajes de México y de España, allí sobre el gran paisaje norteamericano donde reside, en medio de un callado jardín de música y sonrisa que también se parte en tres… el que me confió que sería feliz si pudiera dirigir una sinfonía de Haydn todos los días —incluso, quizás, antes del desayuno— ahora sé que me lo dijo porque eso es lo que hace precisamente todos los días, aunque el resto del mundo no vea el pentagrama que lleva delante de la vista, las notas que hila en su imaginación y el maravilloso ejemplo de que todo confinamiento, todo encierro en la buhardilla del tedio, no es más que una soberbia invitación a sintonizar el alma con la música callada del mundo.