
Hay una tribu de nómadas que se mueve a lo largo de la frontera entre Bolivia y Paraguay, son pocos y se dedican a la caza y a la recolección de frutos. Cada noche se instalan en un sitio distinto y a la mañana siguiente las mujeres empacan sus enseres y organizan a los niños, mientras los hombres recogen sus escasos bártulos, las cuerdas, las lanzas y los puñales, y luego se echan todos a caminar en busca de otro sitio donde, después de recolectar frutos por el camino y cazar algún animal, se instalarán, de manera transitoria, a pasar la noche.
Esa tribu se ha quedado anclada en nuestros orígenes y saber de ella nos sirve para trazar la ruta que, a lo largo del tiempo, han seguido las personas de nuestra especie: del continuo trashumar de un lado a otro al nomadismo estático del que caza y recolecta asomado a la pantalla, sin moverse de su asiento.
Después de cenar, los integrantes de esa tribu de nómadas se reparten las tareas, las mujeres se ocupan de los niños y del sucinto acondicionamiento del refugio mientras los hombres salen, cada uno con un rumbo distinto, a hablarle a la oscuridad, a decirle esa “especie de poesía épica que el cazador compone sólo para la noche y sus espíritus”. De esta tribu nos cuenta Octavio Paz en una entrevista que le hizo la publicación española Revista de Occidente, en abril de 1977.
Lo que recitan los cazadores poetas sólo lo oyen la noche y sus espíritus, son pequeñas obras compuestas para que ellos intercedan ante las otras fuerzas de la naturaleza y protejan a los miembros de la tribu durante las siguientes veinticuatro horas que, una vez cumplidas, habrán de refrendarse con otra ráfaga de poemas. La dinámica se parece a la de la oración, con la diferencia de que el poema no está secuestrado por la mercadotecnia religiosa, es un dispositivo soberano, un conjuro, un encantamiento verbal que protege a la tribu y mantiene en orden al mundo, un hechizo que haríamos bien en regalarnos esta Navidad.