
Charles Baudelaire, el poeta de la vida moderna, decía que la fotografía aniquilaba la oportunidad de imaginar el pasado. El minucioso registro que hace una foto de la realidad, la memoria gráfica de una cara, de una casa o de un paisaje nos impide, efectivamente, el uso de la imaginación.
¿Qué pensaría el poeta del ciudadano del siglo XXI que tiene más fotografías que ningún otro en la historia de nuestra especie? Y si a los cientos de fotografías que guardamos sólo en el teléfono, sumamos la desmesurada memoria electrónica donde conservamos nuestros documentos, podríamos adivinar lo que el poeta pensaría: que somos una sociedad que ha desterrado la imaginación en favor de la memoria.
No está mal, desde luego, contar con toda esa memoria, que es en realidad una prótesis electrónica, siempre y cuando le dejemos a la imaginación su territorio.
Pero, ¿a qué hora vamos a imaginar si la pantalla nos tiene permanentemente divertidos? Baudelaire, a mediados del siglo XIX, se instalaba en un estado de ánimo que puede sernos útil en nuestro siglo: el spleen, palabra francesa más o menos intraducible cuyo equivalente sería el hastío, el tedio o mejor, el aburrimiento.
No podemos estar permanentemente divertidos frente a la pantalla porque eso significa, casi siempre, estar en manos de otro, y la imaginación sólo puede echarse a andar dentro de uno mismo. Desde esta perspectiva el estado ideal para imaginar es el spleen, ese invento de la modernidad que inauguró Baudelaire en sus poemas. El problema es que aburrirse en este tiempo en el que todos somos muy divertidos, parece una cosa negativa, el spleen ha perdido su prestigio y esto es una tragedia porque las grandes ideas nacen de un estado de reposo más cercano al aburrimiento que a la diversión. Estar divertido es estar distraído, mientras que quién se aburre le abre la puerta a la imaginación.
No estaría mal, para este año nuevo que viene, desearnos menos tiempo de diversión y largas horas de spleen. Tendríamos un año más productivo.
Jordi Soler