Sobre la cabeza del atribulado ciudadano, acosado por la ubicuidad del coronavirus, cuelga la espada de Damocles. El cliché gana altura si se toma en cuenta que la espada original colgaba de un único pelo de la crin de un caballo.
Las epidemias definen una época; Andrés Henestrosa, por ejemplo, nos cuenta en Retrato de mi madre, para darnos una idea de la edad de la señora, que “al ocurrir el cólera del 83, era ya grandecita”.
El escritor catalán Josep Pla comienza El quadern gris, su diario que es también su obra maestra, con esta línea: “Como hay tanta gripe han tenido que clausurar la universidad”. Pla escribió esto en marzo de 1918, sin saber que estaban ya en la primera oleada de aquella pandemia conocida como gripe española. Se llamó así no porque se originara en España, sino porque fueron los periódicos de este país los únicos que informaban de la pandemia, pues el resto de los países del entorno estaban peleando en la Primera Guerra Mundial.
Aquella pandemia tuvo su primera oleada al principio de 1918, como la nuestra, pero nadie tomó medidas porque la confundieron con la temporada de gripe anual; en otoño llegó un segundo brote devastador que mató entre 50 y 100 millones de personas en todo el mundo, en una franja de edad que iba de los 20 a los 40 años. Aquella pandemia destruyó el futuro, mientras que la nuestra, que lleva alrededor de 300 mil muertos, se ensaña con los mayores, con el pasado.
Aquella gripe se originó en Estados Unidos, que fue también el país con más muertos, en un campamento militar donde los soldados se preparaban para integrarse al bando de los Aliados. La gripe se expandió, se reconcentró en los barcos militares y desembarcó, con el casi millón y medio de soldados que fueron enviados, en la costa francesa.
A diferencia de la gripe española, nuestra pandemia está siendo contenida desde el primer brote y, aunque no se trata del mismo bicho, cabría esperar que el esfuerzo de hoy atenuará un probable rebrote, y que la espada no cuelgue de un pelo, sino de algo más consistente.