
Hace casi treinta años estaba con Gustavo Cerati, el artífice de Soda Stereo, bebiendo unas cervezas para paliar una cruda abrumadora, que se había ganado cada uno por su parte. Estábamos dentro de una cabina de radio haciendo tiempo antes de entrar al aire. En algún momento le elogié esa pieza, de dos cabezas, que articula su canción De música ligera: cenizas de rosas. De ahí sale un poema, dije yo, que entonces era poeta y luego, animado por la forma en que me miró, me puse a hacer una modesta exégesis.
Las cenizas y las rosas son la antinomia que marca el recorrido del amor, que es rosa o ceniza muchas veces a lo largo de su historia hasta que llega al final, como ceniza o como rosa.
Dentro de esta dinámica, que va de la materia floreciente al polvo, el cantante nos dice, le dije a Cerati: de aquel amor nada nos libra, nada más queda. No queda nada en el plano material de ese amor que ya se ha ido, pero su fantasma resulta imposible de olvidar: aquel amor de música ligera se convirtió en ceniza, pero dejó una cicatriz que sigue ahí como una rosa florecida; lo cual me lleva a desdecirme: el amor no llega al final como ceniza o como rosa, sino como ceniza y como rosa.
Después añadí otro de sus versos: y yo desperté queriendo soñarla. Es decir: trayéndola a mi memoria, recurriendo a la voluntad para que la ceniza se reincorpore en esa rosa que fue, y esto es tanto como decir que esa dinámica entre el polvo y la materia floreciente que articula las historias de amor, también articula el recuerdo de ese amor del que nada nos libra, precisamente porque nada más queda, pues lo que ya no está tiene muchas veces una presencia pertinaz.
Tendrías que escribir ese poema, dijo Cerati, o quizá dijo: dale, y cuando lo dijo noté que gracias a la cerveza empezábamos a florecer, desde la ceniza en que nos había convertido la noche anterior.
De esto hace casi treinta años, como digo, y son estas líneas lo que queda de aquella mañana feliz con ese músico excepcional. De aquel poema nada más queda.
Jordi Soler