En 1979, el Ayatolá Ruhollah Jomeiní, asumió el poder absoluto al derrocar a la monarquía de la dinastía Pahleví e instauró la República Islámica de Irán, una teocracia extremadamente conservadora, de corte chiita, y que permanece hasta nuestros días. Este hecho se consumó gracias a la Revolución Islámica Iraní, un movimiento social variopinto que buscaba ponerle fin a la monarquía, que apoyada por Estados Unidos y Reino Unido, había logrado ciertos avances sociales, más no políticos, en la otrora Persia.
Sin embargo, el nuevo régimen empeoró las condiciones de vida de los iraníes y los ha sometido a un férreo control religioso y político. Aunque hay que decir que la sociedad de ese país es sumamente conservadora y creyente, por lo que un amplio segmento de la población está a favor del actual sistema.
Aquí entra el personaje protagonista de esta columna, Ebrahim Raisi, que hasta el domingo 19 de mayo ostentaba el cargo de presidente de Irán: un accidente aéreo le ha quitado la vida a él y a su ministro de asuntos exteriores. El fallecimiento del líder del Ejecutivo iraní deja varias incógnitas en un país envuelto, desde hace años, en una crisis económica, política y social y que además mantiene un frente de guerra abierto con Israel.
La biografía de Raisi, un ultraconservador de línea dura y muy cercano al ayatolá Alí Jameneí, líder supremo de Irán que es quien de facto toma las decisiones en ese país, no puede entenderse sin la instauración, consolidación y aparente perpetuación de la República Islámica de Irán.
Apodado “el carnicero” por su participación en el “Comité de la Muerte” en 1988, una corte en la que según Amnistía Internacional, se ordenó la ejecución de cerca de 5 mil presos políticos, y por sus políticas represivas y violatorias de los derechos humanos, para muchos iraníes su muerte es motivo de celebración y podría reavivar la protesta social que puso en jaque la régimen en 2022 con el asesinato de la joven kurda Yina Mahsa Amini, quien fue arrestada por la “Policía de la Moral” por supuestamente portar de manera incorrecta el velo.
La muerte de esta chica incendió al pueblo iraní y la respuesta de Raisi fue brutal: 550 personas murieron en el transcurso de las protestas, 60 mil fueron arrestadas y 9 fueron condenadas a la horca. Hablar de este tipo de actos en pleno siglo XXI me eriza la piel, pero esa es la terrible y medieval realidad en la que vive Irán.
Dado que Jameneí es quien realmente tiene todo el poder político en esta república teocrática, la muerte de Raisi, según algunos especialistas, no supone una crisis política como tal, salvo algunas minucias. Se rumoraba que el ahora expresidente era el candidato para suceder al líder supremo, de 85 años. Su fallecimiento hace inminente la celebración de nuevas elecciones con el agravante de una participación reducida, como sucedió en 2021: menos del 41 % de una población de 60 millones de votantes acudió a las urnas. Esto es una clara muestra del rechazo al actual régimen.
Unos nuevos comicios podrían animar a los inconformes a salir a las calles y generar un ambiente de inestabilidad política. Que se sumaría a la crisis económica que vive el país y a las tensiones con su eterno enemigo: Israel.
Por ahora, Irán vive horas de incertidumbre que podrían agravarse si el ayatolá no cuenta con un sucesor fuerte y capaz de ejercer el liderazgo suficiente para que el despótico régimen sobreviva. Ojalá que la muerte de Raisi empuje a la disidencia iraní a salir de nueva cuenta a las calles y a exigir la libertad y los derechos civiles, políticos y humanos que ese arcaico sistema les ha negado.
Un cambio de rumbo político en Irán, significaría también un halo de esperanza para que los países de Medio Oriente puedan encontrar vías para una convivencia pacifica y armoniosa.