La soledad es sinónimo de infortunio en una cultura plagada de estereotipos y prejuicios. Se asume la felicidad como reunión con otros, el paradigma de éxito considera esencial la presencia de alguien más, se desdeña la imagen de plenitud de alguien que se encuentra solo. Incluso, se asume que morir sin alguien al lado es una maldición que no se desea a nadie.
Sin embrago, la soledad tiene otro rostro, tal vez inconfesado: la génesis del hedonismo verdadero no requiere compañía. Leer, comprender, meditar, estudiar y aprehender requiere soledad. Estructurar un proyecto y descubrir la misión de vida que se tiene, por ejemplo, son tareas trascendentales, felices y solitarias.
Incluso, los momentos más trascendentales de nuestra vida aparecen cuando no hay nadie junto a nosotros: cuando aparecemos en esta vida, cuando nos vamos de ella, al crear y cuando hablamos con Dios.
La noción de arte, incluso, se percibe de una manera personal y única. El concepto de nuestras deidades también conforma parte de los placeres que no se comparten, o se hacen de manera limitada, porque es una aprehensión inefable.
Los viajes continuos y ricos a la memoria también se emprenden en solitario. Aunque es factible evocar algún episodio con otros, la narrativa es individual. Cada uno de nosotros entrega significados diferentes a un hecho concreto, cada uno lo viste de trascendencia, belleza e implicaciones. Cada uno lo asimila e interioriza.
El placer, su conceptualización y concreción, también aparece cuando estamos solos. Es cuando determinamos lo que queremos en nuestra vida y lo que haremos para conseguirlo. Es la importancia concedida a hechos, personas y cosas. Alguien puede quedar arrobado con el canto inopinado de un pájaro y para otro puede tratarse de un hecho cotidiano e incluso desapercibido.
Sin embargo, en la maraña de “lo que debe ser”, asumimos que fiesta es jolgorio y comunión. Perfilamos el amor como una relación inmutable de pareja, la familia como esencia de lo que realmente somos. Y bajo tales directrices podemos estereotipar los momentos felices, que a veces surgen de momentos inesperados, e incluso inauditos.
La felicidad y el amor son construcciones propias, fruto de nuestra memoria y marco referencial. Nuestros amigos son eso: personas que de alguna manera asumimos como análogos a nosotros mismos, por formas de pensar o historias con cierta simetría con la nuestra. Son con quienes compartimos narrativas y planes.
Pero conformar las relaciones significativas con otros implica tener una noción muy clara de la dignidad de todos y el respeto a las divergencias. Se requiere, entonces, tener la osadía de la soledad para después abrazar experiencias y momentos con otros.
La introspección es la antesala a la apreciación y el disfrute de los otros y con los otros. Los demás son espejo de lo que determinamos como sano, bueno, loable, comprensible y bello. Si no logramos imbuirnos en nuestro mundo interior, no existe un acercamiento real con los demás: se trata de intercambiar meros formulismos sociales, relaciones superficiales y sin sentido.
Sí. La semilla de la felicidad y serenidad está en el mundo interior. De ahí emerge el verdadero placer: de la soledad.
Por Ivette Estrada