
La risa fluye mejor desde un estómago lleno, el humor hace mejores migas con la saciedad que con el hambre. Por eso, el comer tiene un lugar tan importante en la comedia desde tiempos de Gargantúa y Pantagruel, o incluso antes. En una obra de teatro del griego Aristófanes, los personajes protagonistas formulan su lista de deseos: amor, panes de cebada, honor, pasteles, poder, salchichas, un cargo de general y puré de lentejas. La cocina en la Atenas clásica era todavía sobria y sencilla, pero tras las conquistas de Alejandro Magno y la influencia del lujo oriental, el arte culinario se desarrolló hasta alcanzar divertidos excesos de barroquismo. En época helenística surgieron siete cocineros legendarios, una lista que anticipa las estrellas de la guía Michelin. Los grandes expertos en guisos y salsas se convirtieron en objeto de deseo y también en diana del humor: los griegos se divertían caricaturizando las pretensiones científicas de sus cocineros, acusándolos de vender humo y aire. En un texto cómico aparecía un maestro de cocina que obligaba a sus discípulos a aprender arquitectura; otro opinaba que la comida era la mayor de todas las artes. Un cocinero jactancioso afirmaba que sabía condimentar los alimentos según la luz, el aire y el movimiento del mundo. Los escritores antiguos hicieron jugosas sátiras sobre las diversas escuelas gastronómicas y sus rivalidades, además de denunciar cómo este caro gremio estafaba escandalosamente a los clientes en los banquetes de bodas. Y es que en todas las épocas, la comida alimenta la comedia.