Hay una estrecha relación entre las protestas que realizaron los camioneros el martes pasado, en 29 estados del país, con un reto político, social y administrativo que se sintetiza en el concepto del “hombre-camión”.
Los manifestantes agrupados en la Alianza Mexicana de Organizaciones Transportistas (Amotac) demandan, sobre todo, seguridad en las carreteras federales porque aseguran que sufren robos, extorsiones policiacas y asesinatos por la violencia.
También exigen a la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes reemplacamiento y permisos, pues muchas unidades circulan de manera irregular ante la lentitud o suspensión de los trámites federales.
Exigen prohibir los dobles remolques, reducción de cuotas de autopistas y evitar que los municipios les impongan cuotas especiales, como en el caso de la zona metropolitana de Monterrey, donde están obligados a pagar hasta 5 mil pesos por un permiso para descargar mercancías y víveres en 11 municipios.
Ayer tuvieron negociaciones en la Secretaría de Gobernación, pero al ser sus demandas tan específicas en algunos casos, están obligados a sostener mesas de trabajo en cada estado o ciudad donde se manifestaron. La atomización de la demanda tiene que ver con la manera en la que está organizado el gremio.
Como hombre-camión se conoce al pequeño empresario que tiene entre uno y cinco camiones de carga federal y que no opera como empresa.
Pasa algo similar con la Ciudad de México y los microbuses. En los últimos años se ha realizado un esfuerzo para sustituir la operación de “personas-camión” por empresas que eviten la llamada guerra del centavo, es decir, la competencia feroz que se da entre conductores por arrebatarle el pasaje al resto.
Esa reorganización es urgente en todo el país porque si bien las demandas de los transportistas pueden ser justas, también es real que la escala de su negocio impide que modernicen sus unidades, con las consecuencias ambientales y de seguridad conocidas.
Cuando vemos verdaderas carcachas circulando por las calles de nuestras ciudades, cargadas de verduras o materiales de construcción, llenas de agua o con algún otro líquido, estamos frente a una “persona-camión”, con unidades contaminantes que, por supuesto, no pasan la verificación y tampoco pueden ser sancionadas por las autoridades locales pues portan placa federal, aunque no en todos los casos.
La falta de licencias, placas y otros permisos no solo impacta en un sistema informal donde los conductores tienen salarios bajos, largas jornadas laborales y cero seguridad social, sino también en que ponen en riesgo al resto de los vehículos en la vía.
En la Cámara de Diputados se ha intentado regular este servicio sin éxito, pues grupos como la Amotac aseguran no estar en capacidad de renovar sus unidades sin acceso a créditos e incentivos por parte de la Federación.
Mientras tanto, el gobierno federal está dedicado a la construcción de infraestructura carísima y poco útil en lugares como Tijuana y Cancún, donde invertirá más de 10 mil millones, respectivamente, en distribuidores viales que solo benefician a una minoría de usuarios.
Esos recursos bien pueden ser utilizados en una renovación del parque vehicular de transporte. Otro debate abierto en la movilidad.
Héctor Zamarrón
@hzamarron