La crisis sanitaria, el confinamiento y la incertidumbre en plena pandemia nos han llevado a una crisis económica de magnitudes colosales. Nos enfrentamos a un escenario de economías paralizadas, de intentos inciertos de reactivación, y de una convergencia de dos grandes crisis que han llevado a los países experimentar con las más diversas propuestas de contención, de recuperación e incluso de reinvención. Como no habíamos visto en generaciones, los tan cotizados indicadores macroeconómicos, los grandes números, se resquebrajaron, se hundieron y se debaten entre pronósticos poco alentadores.
La pandemia rompió con el viejo relato de que cuidar la estabilidad y apostar por los grandes indicadores era necesario para luego buscar la mejoría cualitativa. Ahora, las mediciones cuantitativas evidencian un impacto terrible: el crecimiento, el comercio exterior, la pobreza, la desigualdad, las finanzas públicas, el empleo, las reservas. Hablamos de contracciones del Producto Interno Bruto (PIB), del incremento del desempleo, de millones de personas que engrosan el segmento de la pobreza y de otros indicadores importantes que sufren por la paralización debido a la pandemia. Con una gran salvedad: el impacto es global, lo que nos deja sin la cómoda probabilidad de resurgir a partir de un buen momento del vecino.
En México tenemos una situación en la que todos los pronósticos indican que la economía sufrirá la peor caída en cerca de cien años, en tanto se perdieron más de un millón de empleos formales y si se suma a los que dejaron de trabajar, aunque sea temporalmente, la cifra es mayor a 12 millones de personas. Antes de la pandemia ya había 52 millones de pobres; después de la pandemia, podrían ser más de 62 millones e incluso se podrían superar los 70 millones. Todavía no lo sabemos porque, entre otras cosas, no hemos superado la pandemia y por ello no se puede terminar de medir el impacto en la economía ni el tiempo de la recuperación.
Pero además de la destrucción de indicadores, la pandemia exhibió todas las grietas y las fragilidades disimuladas detrás de los grandes números: la desigualdad de ingresos, de acceso a los servicios, a los empleos y a los sistemas educativos y de salud. Hay una frontera intestina que divide a la gente, que limita a la mayoría al mismo tiempo que privilegia a una minoría. Con el llamado a quedarse en casa emergieron las historias de millones de personas ocultas en el empleo informal, precario, de ingresos insuficientes y de una imposibilidad manifiesta de dejar de trabajar un solo día. Detrás de la estabilidad macroeconómica se incuban las carencias, las necesidades insatisfechas y las luchas cotidianas por la sobrevivencia.
En este momento de crisis, es tiempo de buscar un reimpulso que atienda esas enormes carencias, que repare las grietas y que llegue a la gente que lucha todos los días. El impulso cualitativo pasa por reorientar inversiones hacia la educación, la salud, la ciencia y los proyectos sociales. Recuperar indicadores ya no sirve. Ahora hay que recuperar a la gente.
@hfarinaojeda