Política

Transformación sin plan

El diagnóstico de Andrés Manuel López Obrador es correcto y claro: tres de los mayores problemas nacionales son la pobreza, la desigualdad y la corrupción. Nadie le ha discutido desde hace dos décadas esos ejes de su discurso. Lo que sí se le ha criticado es la falta de claridad en los “cómo” de las medidas para enfrentar esos graves desafíos.

Como gobernante de la Ciudad de México mostró políticas y actitudes de su forma de gobernar. Dejó obra pública de alto calado como insignia de su gestión: los segundos pisos. Despertó inquietud el esquema de transferencias directas con enfoque asistencialista (en lugar de programas que generaran proyectos productivos destinados a revertir las condiciones de vulnerabilidad), que hoy como Presidente, se han multiplicado. Otro de los rasgos preocupantes fue la falta de respeto al Estado de derecho, desacatando un fallo de un juez federal, que le implicó ser desaforado.

El éxito electoral del presidente López Obrador en 2018 se debió a que a sus partidarios tradicionales, se les unió el hartazgo de la clase media con el gobierno de Enrique Peña. Sin embargo, estos aliados de última hora se han decepcionado al constatar que el discurso de transformación que se esgrimió durante 12 años no se ha traducido en acciones articuladas y efectivas de gobierno. En el Plan Nacional de Desarrollo se echan de menos metas cuantificables y objetivos e indicadores claros y verificables.

Los rasgos antidemócraticos, el desafío sin escrúpulos a la legalidad y al Estado de derecho (“claro que estoy interviniendo en el proceso electoral”) del presidente se han exacerbado. Hay desesperación porque se aprecia que a punto de llegar a la mitad de su mandato, el presidente y su gobierno se ha dedicado a centralizar el poder y controlar contrapesos institucionales y a los organismos autónomos. Pareciera que se busca tener primero todo el control para después comenzar a concretar la transformación.

Es evidente que no se han revertido las principales condiciones de la desigualdad (entre ellas la ausencia de Estado de derecho); ni se han generado condiciones para la prosperidad y desarrollo; al contrario, se ha insistido en la estúpida baladronada de “imponer la política sobre la economía”. Como en tiempos de Echeverría, la 4T ha cumplido la amenaza de manejar la economía desde Palacio Nacional. Tampoco se ha combatido la corrupción; por el contrario, ésta se muestra rampante en sus formas más descarnadas y evidentes: 70 por ciento de adjudicaciones del Gobierno Federal han sido directas y se ha clasificado información fundamental de sus principales proyectos.

También se puede anticipar el desenlace: ante la falta de resultados y si se frustra su depredación institucional, el gobierno recurrirá a escalar su discurso del enemigo y aumentar la polarización. Será entonces cuando el lopezobradorismo acuda a la cita histórica de optar por romper con la institucionalidad y desenmascararse por completo como un gobierno autoritario y antidemocrático, o asumir la responsabilidad en un sexenio de retroceso y de pérdida de la oportunidad de haber construido la opción diferente por la que apostaron 30 millones de mexicanos.


Guillermo  Zepeda

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