La mañana de ayer, el presidente enfureció. El vocero presidencial -y consiglieri de confianza de la Cuarta Transformación- le enseñó una carta que lo sacó de balance: el New York Times les pedía sus comentarios sobre una nota que publicarían sobre los nexos del narcotráfico con el crimen organizado.
Descolocado, López Obrador contestó a cada uno de los puntos desde la ofensa e insistió en su defensa luego de dos semanas de metralla digital donde el hashtag ‘Narcopresidente’ ha estado presente en el panorama digital.
Cierto, no hay una sola de las investigaciones publicadas hasta el momento que involucre al presidente en una colusión con la mafia mexicana, pero ya van varias acusaciones y señalamientos en ese sentido y, todos, en un panorama similar.
Primero, es la primera ocasión en donde se señalan a hijos de un presidente en funciones de tener actividades ilícitas o inmorales. Los descendientes de la grey moderna de primeros mandatarios han sido acusados de frívolos, desentendidos, faltos de clase, majaderos, violentos, involucrados con la farándula, insensibles y cretinos. Ninguno había sido puesto en una mezcla donde lo criminal estuviera cerca de su nombre.
Los tres hermanos López Beltrán han sido inmiscuidos en todo tipo de escándalos en el sexenio de su padre: traficante de influencias, beneficiarios de su nepotismo, socios de prestanombres, practicantes del amiguismo y, ahora, hasta de cómplices del narco.
Esos señalamientos buscarían un triple efecto en distintos tiempos: en el corto plazo, incidir en el ánimo electoral para inhibir el crecimiento de morena.
En el mediano, quitar influencia de ellos en el hipotético gobierno de Claudia Sheinbaum. La candidata oficial está rodeada de soldados no del modernismo, sino del obradorato. Los tres hijos mayores de López Obrador con seguridad le harían sombra en el ejercicio del poder.
Por último, aniquila a cualquiera de los tres -siendo Andrés López Beltrán el más adelantado para ello- de ser considerados para la sucesión del 2030.
Pero, lo más importante, es según la lectura que se le quiera dar según el crisol.
Desde la perspectiva oficial, esta sería la cuarta evidencia de que Estados Unidos es un jugador fuerte en la elección. Tiene razones: la migración es un dolor de cabeza, el tráfico de drogas está descontrolado y la corrupción mexicana está tan descontrolada que el lavabo de dinero a través de las remesas es sostén de la economía nacional.
Pero, desde la óptica opositora, esta cuarta revelación periodística sería la evidencia que el presidente convive con corruptos que sin pudor negocian dinero y posiciones de poder.
Cierto es que los Estados Unidos juegan rudo y presionan al gobierno mexicano a poner orden en la casa antes de que comience de manera formal el periodo electoral en su territorio, pero lo que preocupa al presidente son las supuestas pruebas -documentos, videos, audios- que incriminan a sus familiares.
La campaña está ahí, en la narrativa que el presidente no puede controlar.
Lástima que tampoco lo entienda la oposición.