Política

Empatía perdida

Piense usted por un momento que es un hombre que se dedica a trabajar durante 18 horas al día. Lo hace bajo la idea que es la única forma de poder no solo subsistir en una época donde el dinero no alcanza y los empleos escasean, sino también para evitar la constante vigilancia policiaca que no solo te azota por tu origen sino también por tu pasado.

Imagine que, a esto, debe de sumar que, en su casa, vive su nieto: un adolescente tímido y retraído que habla poco con usted y pelea de manera constante con su esposa. Para destensar la situación, usted se lleva a su nieto al trabajo a su trabajo donde, al igual que en su casa, prefiere estar callado. Usted cree que el problema es que la relación entre su hija y su nieto es mala y eso afecta la comunicación familiar.

De hecho, para evitar disgustos, prepara con esfuerzos una cena familiar en el Applebees de su comunidad, un pueblo semi rural donde la cultura mexicana y la sajona conviven pero, como en todo Estados Unidos, los mexicanos son ciudadanos de segunda con empleos de tercera.

Nada heroico, como dice López Obrador, sólo una acción de supervivencia.

En esa cena, usted y su familia festejan los 18 años de edad del muchacho. Sabe que aún no es mayor de edad y no se emborrachará porque no puede cobrar cervezas. No considera que, por ilógico que parezca, si puede comprar armas.

Días después, usted recibe una llamada de un vecino quien le tiene muy malas noticias: su esposa ha recibido un disparo en la cara. Destrozada, llegó hasta la casa contigua a pedir auxilio. Su nieto ha escapado en la camioneta familiar.

Hasta aquí, pareciera que no hay coherencia en la acción. En su casa hay una política de no tener ningún tipo de armas, no solo por convicción sino por sus antecedentes penales. Su nieto no tiene licencia de manejo y, si bien ha tenido problemas con su abuela en el pasado, nunca tan terribles como pensar en que atentaría en su contra. Más aún, en la convivencia diaria pareciera más que su nieto está triste, no furioso.

Corre a su casa y, al llegar, se entera del cuadro completo: su pareja va hacia el hospital y se debate entre la vida y la muerte. El sanatorio está lleno de heridos, menores de edad que sufrieron el ataque de un agresor armado con una pistola y un rifle semiautomático de reciente adquisición. Junto con el rifle, el individuo llevaba cargadores listos para un intercambio veloz y equipo de protección.

El agresor es su nieto.

A partir de ese momento, usted no sabe qué hacer, no concibe lo que sucede y menos lo que vendrá para adelante.

Usted se llama Rolando Fuentes y su nieto Salvador Ramos.

La prensa ha venido a perseguirlo y, si se puede, responsabilizarlo. Debió percatarse que algo estaba mal, no es posible que vivieran en la misma casa y no supiera que su nieto estaba comprando armas, exigen que muestre el tipo de comunicaciones escritas o de voz que haya tenido con el ahora asesino de 19 niños.

Algunos, de hecho, se han acercado para, en exclusiva, preguntarle si hubiera hecho algo distinto de haber sabido que sucedería esa tarde de mayo de 2022. Como si la respuesta fuera negativa.

Esto que leyó es real. Cada una de las cosas, incluida la andanada mediática que busca en la familia la explicación de los problemas mentales de Ramos pero prefiere evitar discutir la forma simple en que se da la venta de armas en Texas, sobre todo luego de las reformas legales implementadas por el gobernador Abbott.

Pero si este relato es terrible, prefiero reservarme el de los familiares de las víctimas, el cual es trágico pero, sin dudarlo, mucho más asediado por una prensa que exalta el morbo y desprecia la empatía.

Una vez más.

Gonzalo Oliveros


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