Política

Neruda

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Repantigado en el mullido sillón del amplísimo estudio, Gil se preguntó: ¿Quién lee hoy a Pablo Neruda? Hubo un tiempo en que todos lo leíamos con furor. Gilga caminó sobre la duela de cedro blanco y encontró aquel libro de gran éxito en su momento: Confieso que he vivido, (Origen/Planeta, Editorial Artemisa 1984), sus memorias. Extraños subrayados despertaron los recuerdos de Gamés, desde ese acantilado arroja unos cuantos a esta página del fondo.

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Yo he sido un hombre demasiado sencillo: éste es mi honor y mi vergüenza. Acompañé la farándula de mis compañeros y envidié su brillante plumaje, sus satánicas actitudes, sus pajaritas de papel y hasta esas vacas, que tal vez tengan que ver en forma misteriosa con la literatura. De todas maneras, me parece que yo no nací para condenar, sino para amar.

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Los Veinte poemas de amor y una canción desesperada son un libro doloroso y pastoril que contiene mis más atormentadas pasiones adolescentes, mezcladas con la naturaleza arrolladora de mi patria. Es un libro que amo porque a pesar de su aguda melancolía está presente en él el goce de la existencia. Me ayudaron a escribirlo un río y su desembocadura: el río Imperial. Los “Veinte poemas” son el romance de Santiago, con las calles estudiantiles, la universidad y el olor a madreselva del amor compartido.

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[En Ceilán.] Había casi terminado de escribir el primer volumen de Residencia en la tierra. Sin embargo, mi trabajo había adelantado con lentitud. Estaba separado del mundo mío por la distancia y por el silencio, y era incapaz de entrar de verdad en el extraño mundo que me rodeaba.

Mi libro recogía como episodios naturales los resultados de mi vida suspendida en el vacío: “Más cerca de la sangre que de la tinta”. Pero mi estilo se hizo más acendrado y me di alas en la repartición de una melancolía frenética. Insistí por verdad y por retórica (porque esas harinas hacen el pan de la poesía) en un estilo amargo que porfió sistemáticamente en mi propia destrucción. El estilo no es sólo el hombre. Es también lo que lo rodea, y si la atmósfera no entra dentro del poema, el poema está muerto: muerto porque no ha podido respirar.

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Si los poetas contestaran en verdad a las encuestas largarían el secreto: no hay nada tan hermoso como perder el tiempo. Cada uno tiene su estilo para ese antiguo afán.

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Mis discursos se tornaron violentos y la sala del senado estaba siempre llena para escucharme. Pronto se pidió y se obtuvo mi desafuero y se ordenó a la policía mi detención.

Pero los poetas tenemos, entre nuestras substancias originales, la de ser hechos en gran parte de fuego y humo.

El humo estaba dedicado a escribir. La relación histórica de cuanto me pasaba se acercó dramáticamente a los antiguos temas americanos. En aquel año de peligro y de escondite terminé mi libro más importante, el Canto general.

Cambiaba de casa casi diariamente. En todas partes se abría una puerta para resguardarme. Siempre era gente desconocida que de alguna manera había expresado su deseo de cobijarme por varios días. Me pedían como asilado, aunque fuera por unas horas o unas semanas. […]

Hay un viejo tema de la poesía folklórica que se repite en nuestros países. Se trata de “el cuerpo repartido”. El cantor popular supone que tiene sus pies en una parte, sus riñones en otra, y describe todo su organismo que ha esparcido por campos y ciudades. Así me sentí yo en aquellos días.

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Los poemas que contiene [el libro Los versos del capitán] fueron escritos aquí y allá, a lo largo de mi destierro en Europa. Se publicaron anónimamente en Nápoles, en 1952. El amor a Matilde [Urrutia, su tercera esposa], la nostalgia de Chile, las pasiones civiles llenan las páginas de este libro que se mantuvo sin el nombre de su autor durante muchas ediciones. […]

La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba. Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí durante dieciocho años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron esas y no otras las razones profundas, personales, respetables, de mi anonimato.

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Todo es muy raro, caracho. Como diría Pablo Neruda: “La envidia llega a veces a ser una profesión”.


Gil s’en va
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Gil Gamés
  • Gil Gamés
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  • Entre su obra destacan Me perderé contigo, Esta vez para siempre, Llamadas nocturnas, Paraísos duros de roer, Nos acompañan los muertos, El corazón es un gitano y El cerebro de mi hermano. Escribe bajo el pseudónomo de Gil Gamés de lunes a viernes su columna "Uno hasta el fondo" y todos los viernes su columna "Prácticas indecibles"
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