Gil cerraba la semana convertido en pinole. Trabajar cansa, escribió el clásico. Una nube melancólica envolvía a Gilga cuando caminaba sobre la duela de cedro blanco rumbo a la no mal llamada Mesa de Novedades. En lo alto, un libro: El poder. Un nuevo análisis social del gigante Bertrand Russell. No es precisamente una novedad, pero como si lo fuera, lo publicó RBA en febrero de 2017. ¿Cuál es la clave para entender la naturaleza humana? Para Russell, la respuesta rotunda es el poder. Gil arroja a este página del fondo algunos fragmentos del capítulo titulado “Caudillos y secuaces”.
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El impulso hacia el poder tiene dos formas: explícita en los caudillos; implícita en los secuaces. Cuando los hombres siguen voluntariamente a un caudillo, lo hacen con el propósito de adquirir el poder para el grupo que él manda, y sienten que los triunfos del caudillo son suyos. Muchos hombres no sienten en sí mismos la competencia necesaria para dirigir el grupo hacia la victoria y en consecuencia buscan un capitán que parezca poseer el coraje y la capacidad necesarios para alcanzar la supremacía.
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La desigualdad en la distribución del poder ha existido siempre en las comunidades humanas desde los tiempos más remotos que nos son conocidos. Esto es debido en parte a la necesidad externa, y en parte a causas que deben ser encontradas en la naturaleza humana. Muchas empresas colectivas son posibles únicamente si son dirigidas por algún órgano de gobierno. Para que se construya una casa es necesario que alguien trace los planos; para que los trenes corran por las vías férreas es necesario que ello no dependa del capricho de los maquinistas; para construir una carretera alguien debe decidir su trazado. Inclusive un gobierno elegido democráticamente es, sin embargo, un gobierno, y en consecuencia, por motivos que nada tienen que ver con la psicología, es necesario, si han de tener éxito las empresas colectivas, que haya algunos hombres que den órdenes y otros que las obedezcan.
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El carácter de algunos hombres los lleva siempre a mandar, así como el carácter de otros los lleva a obedecer; entre esos dos extremos se encuentra la masa de hombres comunes, a quienes les gusta mandar en ciertas situaciones, pero en otras prefieren estar sujetos a las órdenes de un caudillo.
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Una educación autoritaria, podemos añadir, produce el tipo de esclavo tanto como el tipo despótico, desde el momento en que inculca el sentimiento de que la única relación posible entre dos seres humanos que cooperan es aquella en la cual uno de ellos da órdenes y el otro obedece.
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El impulso a la sumisión, que es tan real y tan común como el impulso a mandar, tiene sus raíces en el miedo. Cuando sobreviene un grave peligro, el impulso de la mayor parte de los hombres los lleva a buscar una autoridad para someterse a ella; en momentos semejantes nadie sueña con la revolución. La pandilla de niños más ingobernable que pueda imaginarse puede hacerse completamente sumisa a las órdenes de un adulto competente en una situación alarmante, por ejemplo, en un incendio.
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En otros tiempos los hombres se vendían al diablo para adquirir poderes mágicos. En nuestros días adquieren ese poder por medio de la ciencia y se ven en la necesidad de convertirse ellos mismos en diablos. No hay esperanza para el mundo mientras el poder no sea dominado y puesto al servicio no de este o aquel grupo de tiranos fanáticos, sino de toda la raza humana, blanca, amarilla y negra pues la ciencia ha hecho inevitable que todos vivan o que todos mueran.
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El hombre que tiene a su disposición un vasto poder es probable que, si no se le fiscaliza, llegue a sentirse un dios, no un Dios cristiano de amor, sino un Thor o un Vulcano paganos.
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Sí. Los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que sostiene la botella de Glenfiddich 15, Gamés pondrá a circular la frase de Enrique Tierno Galván por el mantel tan blanco: El poder es como un explosivo: o se maneja con cuidado, o estalla.
Gil s’en va