En 2018 la mayoría de los analistas coincidieron en que México entraría en una nueva etapa de centralización del poder. Dejando de lado el alarmismo absurdo de algunos que, a su vez, hablaban de la dictadura perfecta, de procónsules en los estados y otras fantasías, con la llegada de López Obrador a la Presidencia en efecto se vislumbraba un cambio en el arreglo federal.
No hace falta ahondar mucho para dar cuenta de que la disfuncionalidad de nuestro federalismo —cuyo origen podemos encontrar con Zedillo y Fox— se debe al arreglo que permitió el manejo opaco y discrecional de los recursos federales por parte de los gobernadores. Un arreglo que alentaba los márgenes de corrupción en los que operaban Javier Duarte, César Duarte, Guillermo Padrés, entre otros, a la par que evitaba el desarrollo de capacidades institucionales propias. En suma, es un sistema donde los gobernadores concentran demasiado poder en sus territorios, pero dependen de los recursos de la Federación.
Este federalismo realmente existente es el que el Ejecutivo Federal ha pretendido modificar a través de un esquema de compras consolidadas y, sobre todo, a través de una reorganización territorial. Muestra de ello es el despliegue de la Guardia Nacional, el INSABI y los 32 delegados coordinadores de los programas federales.
Sin embargo, hasta el momento, la disputa por el poder territorial no ha logrado tener los resultados esperados. Hace una semana daba cuenta en estas páginas de que el triunfo de la inercia federalista se evidenciaba claramente por la fuerza de la pandemia, y precisamente el viernes pasado tuvimos una muestra más de ello cuando el subsecretario Hugo López-Gatell anunció que no presentaría el semáforo de riesgo epidemiológico.
La razón fue que se identificó que la información dada por ciertos estados acerca de la evolución de la pandemia a nivel local era inconsistente. Es decir, que muy probablemente, algún secretario estatal de salud, obedeciendo el mandato del gobernador, modificó el número de casos diarios o el de hospitalizaciones —tal y como ya sucedió en Querétaro— con el objetivo de reabrir de una manera más acelerada actividades.
En este último episodio no hay que fingir ceguera. Si los estados se rezagan, modifican o falsean la información epidemiológica impiden la correcta conformación del semáforo de riesgo y, por lo tanto, alteran las disposiciones y recomendaciones que la Secretaría de Salud emite en el contexto del desconfinamiento.
Y si bien esta disputa es un efecto indeseado de la estrategia inicial del Gobierno Federal de descentralizar el manejo de la epidemia (porque a pesar del trasfondo legal aducido, se pudo haber tenido otro tipo de control a través de instituciones que no necesariamente responden a dinámicas federalistas, como lo es el IMSS) es, sobre todo, un reflejo de nuestro federalismo disfuncional que permite tales abusos por parte de los gobernadores.
Hasta el momento la disputa por la reorganización del poder territorial sólo ha tenido éxito en la política social a través de la eliminación de intermediarios y de la entrega directa de los beneficios. Sin embargo, en otros temas tan delicados como lo es la salud, el Gobierno Federal sólo se ha limitado a evidenciar los excesos de los gobernadores. Hace falta, y sería posible con disposiciones del Consejo de Salubridad, que los gobernadores que abusen o engañen pierdan la posibilidad de gestionar ellos mismos la pandemia. El gobierno de AMLO ha optado por conciliar.