No nos damos tiempo de visitar a los que amamos. Anda muy llena la agenda. Postergamos cafés y comidas. Pero para ir las funerarias, increíblemente todo puede esperar, siempre se puede, las agendas se cancelan. El café prometido nos lo tomamos pero ya solos. A la salud del difunto.
Los hijos vuelan lejos, se marchan; el trabajo y el dinero hace difícil, dicen, visitar a sus padres y abuelos… ¿Cómo entonces toman un avión y vuelan presurosos a su sepelio cuando reciben la noticia de que se han marchado? Para esos momentos siempre hay dinero, siempre se puede. Irónicas y extrañas nuestras costumbres; gritarle a la gente “te amo” cuando ya no pueden escucharnos. Comer pan de muerto en noviembre y tamales en sus novenarios, pero les regateamos tiempo para comer juntos cuando estaban en vida.
¿Cuántas personas te visitaron en tu cumpleaños el año pasado? ¿Cuántos habrían venido si hoy hubieses muerto?
Nos enloquece el encierro en tiempos de pandemia; ¿no nos quejábamos hace tres meses de no tener tiempo para estar juntos, para arreglar la casa, para hacer ejercicio? ¿No vivíamos acaso vociferando que los días nunca nos alcanzaban para jugar con los hijos, para platicar y reflexionar en pareja, para aprender un idioma? Hoy ya nos harta todo. Nos desespera la casa y nuestra gente, habiendo tanto de qué conversar y conocernos. Tanto que reparar, libros por leer, cosas por superar y perfeccionar.
Nuestros hijos tienen saturadas de “amigos” sus redes sociales. ¿Cuántos amigos reales los visitan al mes para saber cómo se encuentran?
De niños soñábamos crecer para poder hacer lo que queríamos. ¿Vivimos así hoy? ¿O acabamos haciendo las cosas que los demás esperan y renunciando a nuestros sueños? Los hijos crecen. La vida es tan corta, para dejarla ir en ironías.