Una canción -y un álbum- con ese título (Strange Days de The Doors) estaba de moda en 1967 cuando yo estaba en segundo de secundaria.
Mi hermano Flavio acababa de comprar el vinilo (no había otros formatos) y yo pasaba por uno de mis frecuentes problemas respiratorios que me aquejaron desde mi niñez hasta que migré a la Ciudad de México. Recuerdo que entre fiebres y respiración comprometida la voz de Jim Morrison me hacía alucinar.
Me llevaba a dar paseos a medianoche por las latitudes del caballo. Eran, en efecto, días extraños.
Ese revoltijo de sensaciones vuelven a mí en esta era del coronavirus. Días extraños. Sin calentura y sin ahogos pero flotando en esta atmósfera de surrealidad.
Viendo al mundo cambiar vertiginosamente frente a nuestras narices. La emoción mayor, hasta este momento, es la esperanza que de este desorden habrá de surgir un mundo nuevo, diferente, mejor.
Porque no soy un pesimista. A pesar de cumplir con todos los requisitos de membresía de la población con mayor riesgo (66 años, diabético e hipertenso) no creo que ya todo esté perdido.
No puedo. El futuro no tiene porque ser negro porque el futuro estará poblado por nosotros. Perder la esperanza es perdernos ya a nosotros, a nosotras.
Por otra parte, en estos tiempos de peste que corren, desanima ver a tanta gente, nominalmente inteligente y buena, reproducir rumores infundados, remedios de aceite de víbora de cascabel, teorías conspirativas.
Descorazona ver la irresponsabilidad de nuestros gobiernos: el municipal, el estatal y sobre todo, el federal. Quienes votamos para que dirigieran están ausentes.
El diputado federal que me representa, es un decir, está más ocupado en asegurarse el hueso con la reelección que en ver lo que hace falta en su distrito. Un presidente y su grey que un día sí y otro también, despliega una irresponsabilidad legendaria y ridícula que nos acerca al precipicio con cada día perdido.
Son días extraños, pero sin la voz de Morrison y sin -toco madera- fiebre. Días extraños en un barco sin timón, sin capitanes.