En el esoterismo islámico los iniciados se llaman “pobres para con Dios”. La sabiduría afirma que la realización espiritual exige el despojo del yo corriente y habitual, una transformación práctica y simbólica acompañada del sacrificio de vanas riquezas y engreimientos, de humillación y lucha contra las pasiones y apariencias que tejen el viejo yo. En la mitología y el folclore de todos los pueblos existe el tema del héroe que regresa a su propio reino como un extranjero pobre, un juglar o un menesteroso. Ulises vuelve a Ítaca disfrazado de uno de ellos. El dios inca Viracocha se mostrará así al bajar a la tierra. La irresistible alegoría del nacimiento de Jesús sucede en un pesebre, extremo de la renunciación. Michelet decía que quien comprende la pobreza lo comprende todo. Borges escribió que un príncipe del pensamiento podría estar a nuestro lado vestido de humildad. Y Benjamin, que mientras hubiera mendigos habrá mitos. El camino de Lao-Tsé al exilio lo hace ya viejo y sin pertenencias, sobre un buey que conduce un niño. Sólo el aduanero que lo detiene intuye que aquel frágil anciano desposeído lo posee todo. Le pide que escriba lo que sabe. El Tao Te King fue su resultado.
La gente le dice el Cobijas. Yo lo llamo Diógenes y estoy en deuda con él. Es personaje de una novela mía, quien inicia su narración y la concluye. Lo encontré hace días, le dirigí la palabra y ni siquiera volteó a verme. Mi pregunta fue la misma que Alejandro Magno le hizo a Diógenes de Sínope al visitarlo en su barril: “¿Puedo hacer algo por usted?” Aquel renunciante le dijo al conquistador que no le tapara el sol. Éste me ignoró. La astrosa manta que lleva encima cubriendo su desnudez, descalzo, la barba hirsuta, el cabello en largas guedejas, el sereno rostro inmutable y los ojos fijos en un punto único, siempre inmóvil, lo hacen más real que los pálidos fantasmas que pasamos a su lado. Yo uno de ellos.
Fernando Solana Olivares