Un tal Alfredo murió, escuchó Salvatore Di Vita en Cinema Paradiso, filme dirigido por Giuseppe Tornatore y que ha ocupado las últimas entregas. Esta es la conclusión.
¿Quién es Alfredo?, le preguntó su novia. Pero él no respondió.
¿Quién era ese hombre que habitaba dentro de él y cuya muerte lo hizo regresar a Giancaldo, su pueblo natal, después de treinta años?
Era su padre, amigo y maestro, el hombre que fue siempre viejo, el proyeccionista del Cinema Paradiso.
Totó se inmiscuía en la cabina de proyección, fascinado por aquella máquina que catapultaba la luz y las sombras y que tejía historias.
Y Alfredo, como si el niño fuera una plaga, lo mantenía alejado del lugar.
Pero Totó insistía.
En una de las veces, el niño le pidió a Alfredo que le obsequiara los recortes que le había hecho a las películas.
Se trataba de besos apasionados que el párroco había ordenado censurar de las películas.
Alfredo le dijo, para que el niño lo dejara en paz, que sí se los regalaba, pero que no se los podía llevar.
El tiempo pasó.
Alfredo le habló a Totó con la sabiduría de las películas, citando líneas de memoria y ofreciendo una educación única.
Juntos soñaron despiertos el sueño de otros, hasta que el joven Salvatore conoció el amor.
Y Alfredo nutrió su corazón.
Le contó de aquel soldado que había permanecido bajo la ventana de su dama por más de cien días y cien noches para que ella entendiera la hondura de su amor.
Salvatore imitó la hazaña del soldado hasta que ganó el corazón de Elena.
Pero había algo que preocupaba a Alfredo. Sabía que el amor se consumía en el fuego de su intensidad, dejando solamente cenizas.
Y en secreto intentó convencer a Elena para que dejara a Salvatore libre y pudiera alcanzar un destino distinto a la brevedad del fuego.
Con el corazón roto, Salvatore abandonó su tierra para transformarse en director, tal como Alfredo había deseado.
No obstante, Salvatore pagaría un precio muy alto: la añoranza a lo largo del tiempo por aquel instante fugaz de amor.
Pero ¿fue este el fin de esa relación entre maestro y pupilo? No.
Alfredo cumple la promesa que le hizo a Totó cuando era niño, en uno de los finales más hermosos de la cinematografía, y así le revela, a la manera de los dos, la permanencia del amor.
Vea usted mismo este final (o revisítelo), querido lector, que no quiero aquí revelar el contenido exacto.
¿Habría existido Salvatore Di Vita sin Alfredo? Yo creo que no, con todo y paradojas.
Le dio el amor y el desamor, la protección y el dolor, la realización y la añoranza. Quizá esa sea la labor de un padre.
Bendito sea Alfredo y todos los Alfredos que hay en nuestras vidas. Pues sin ellos, como Salvatore, no existiríamos tal cual.