El presidente puso los ojos sobre las galletas, luego de escuchar las palabras del ex presidente, y saboreó también con la vista una canasta de pan a la derecha que contenía versiones en miniatura de pan de muerto, mitad glaseados y la otra mitad espolvoreada con azúcar.
Pensó: “un mundo dividido entre aquello que puedo controlar y aquello que no depende de mí”.
El médico le había dicho que cuidara su consumo de pan dulce, harinas en general y tortillas. Sabía que debía acatar la recomendación.
Pero ¿qué iba a hacer si estaban próximos al 2 de noviembre y, además, era el presidente del país que, en el mundo, representaba la tortilla de maíz?
¿Cómo negar la utilidad de una tortilla a la hora de hacer un taco o comer un plato de mole sin cubiertos, arrejuntando la carne de pollo o guajolote y cuchareando la salsa que reúne chile, chocolate y especias?
¿Cómo negar que la tortilla le ofrecía al paladar una dimensión escondida en los alimentos y provocaba al comedor a coger una, dos, tres tortillas como metido en un sueño del que no se quiere despertar?
Lo mismo pasaba con las galletas y los panecillos, chocando con lo amargo del café, templando ese torrente militar negro que despertaba el cuerpo y provocaba tensión en los músculos.
Requería —sin duda— ejercitar la templanza y enfocarse en los hechos que podía cambiar, como la elección de los alimentos.
Debía alejarse de la autocomplacencia —ya le había advertido el médico entonces que se encontraba muy cerca de la diabetes— y moverse al lado estoico de las cosas.
Ahora lo implicaba el santo ex presidente que tomaba el café negro y que, como él, había leído a Marco Aurelio.
Pero el presidente sabía que lo inquietaba otro asunto que no tenía que ver con la comida.
Reconocía en su interior una fuerza constante, una especie de envidia por aquellos que desplegaban un dominio sobre sí mismos, como el ex presidente.
Aceptaba que por eso había extendido una invitación no oficial a Palacio Nacional.
Había sucumbido a ese llamado en su interior semejante al consumo de comidas esponjosas, dulces y sabrosas.
¿Debía entregarse al magnetismo de esa hambre interior y pronunciarse como Antonio Salieri, envidioso y corrosivo, en el drama de Amadeus?
El ex presidente, quien podía imaginar las convulsiones que el presidente experimentaba en su interior, ofreció una mirada sin juicio, y abandonando otra vez su tono de maestro, dijo:
—Nadie dijo que tenía que perseguir un mundo utópico, señor presidente —y le tocó un hombro en señal de empatía—.
Yo perseguí el fantasma de mi tiempo y me arrastró la idea de imponer en el mundo una realidad basada en una ideología. Por eso llegué a prisión.
El ex presidente hizo una pausa y le dio una mordida a un pan de muerto. Después se enjuagó lo dulce con un sorbo de café negro.
—Precisamente el gran emperador advierte que el mundo está hecho de envidiosos, metiches, mentirosos, arrogantes, desagradecidos, groseros; pero, asimismo, se incluye en ese mundo.
El presidente se sintió relajado, justamente exento de juicios externos.
—Platón habló de la república; San Agustín de la ciudad de Dios —continuó el ex presidente—. Son repúblicas imaginarias, inalcanzables si se les persigue —y movió la mano derecha para enfatizar—.
Marco Aurelio nos habla de una república humana, real, gobernada por la carne y las pasiones. Esa es la república que debemos gobernar.
—Yo además tengo que encargarme del gobierno de las tripas —reaccionó el presidente— como dijo Don Quijote.
Los dos rieron, extendiendo carcajadas por varios segundos.
*Recreación imaginaria a partir de “Meditations”: Marco Aurelio (Modern Library; trad. Gregory Hays).