El superintendente destrabó la cerradura y la puerta se abrió.
Del otro lado encontré dos habitaciones contiguas, conectadas por una puerta. Una de las habitaciones era espaciosa, con ventanas amplias y mucha luz. Al parecer, era un estudio de pintura.
La otra habitación también poseía un ambiente de luz, aunque las paredes estaban recubiertas por estantes y libros. En un rincón se encontraba una cama y en otro espacio una chimenea.
Entre el silencio, la elegancia y la luz abundante escuché el ardor de la madera que crujía ocasionalmente.
Me pareció el cuarto de un estudiante o un miembro de la academia universitaria de Oxford.
Había también una mesa en el centro y dos hombres me esperaban sentados para comer el almuerzo.
“Bienvenido, doctor Murray. Soy el doctor Nicholson, el director del asilo”, me dijo uno de los hombres.
Luego se puso de pie y me dio la mano. “Me alegra que haya llegado bien”.
Después me mostró una silla. Me senté.
A mi derecha se encontraba un hombre silencioso, calvo y de barba blanquecina, ensortijada y vieja.
Caí de nuevo en los juegos de mi cabeza y pensé que yo, calvo y con las barbas crecidas y blancas del Padre Tiempo, me estaba viendo en el espejo.
Aquel hombre y yo, físicamente, éramos muy parecidos.
En ese instante, entró un hombre con modales rígidos y voz metálica. “Doctor Minor, aquí está su té”, dijo el hombre, y sirvió en la tasa.
“Pero ¿qué dirán nuestro invitado y el señor director de los pacientes de este asilo?, preguntó el doctor Minor.
“Por favor, atiende primero a nuestro editor en jefe y a nuestro señor director que, sin él, ninguno de estos privilegios podríamos disfrutar”, concluyó Minor.
“Tiene razón el doctor Minor”, dijo el doctor Nicholson. “Es un privilegio ser parte de esta reunión. Doctor Murray, le presento, por fin, al doctor Minor”, añadió.
Yo alargué la mano y dije: “Es un gran honor conocerlo, doctor Minor”.
“Perdone usted que no le dé la mano, doctor Murray”, dijo el doctor Minor.
“Como usted es alto, delgado y sin anteojos, pensé por un momento que me estaba mirando en un espejo”.
Nuestros ojos eran profundamente azules.
“Jajaja”, me reí. “No creerá lo siguiente, pero yo sentí lo mismo hace unos segundos”, revelé.
“Aunque mi nariz es aguileña y la suya es más recta y fina, doctor Murray”, dijo el doctor Minor. “De esa manera he podido saber que somos dos personas distintas”, culminó.
“Pero comamos este delicioso pastel Dundee”, dijo el doctor Nicholson, que la fruta del pastel siempre es una deliciosa sorpresa”.
El hombre de los modales rígidos y la voz metálica, respetando la geometría de las almendras colocadas en líneas en la superficie del pastel, cortó tres pedazos.
El primero en recibir su porción fue el doctor Nicholson; después, yo; y, al final, el doctor Minor.
“Muchas gracias por tu servicio, hermano”, le dijo el doctor Minor. “Puedes retirarte por ahora”, y el hombre se retiró.
“El doctor Nicholson me ha permitido emplear a uno de mis hermanos del asilo”, dijo el doctor Minor, “lo cual agradezco fervientemente. Además de ayudarme con la limpieza del estudio de pintura, ordena mis libros y mantiene cada objeto de esta habitación en su lugar.
Un ejemplo es aquel platón con agua que está a un lado de la puerta, ¿lo ve, usted?”
“Sí”, respondí.
“Los espíritus malvados no se atreverán a cruzar el agua para hacerme daño”, dijo el doctor Minor con una vaga severidad.
* Recreación basada en The Professor and The Madman (1988) de Simon Winchester.