Carr y su esposa (de ese momento) roban panecillos en las reuniones con sus amigos intelectuales en los cafés y restaurantes de París.
Mantienen la pobreza hasta que ya no es sostenible.
Carr viaja a Sudamérica y allá en Santamaría vive en la selva y mantiene un diario. Sus apuntes y, en ocasiones, escenas redondamente narradas conforman la novela que leemos.
Serán tres las mujeres que aparecen en los pensamientos y la realidad de Carr.
Una de ellas es Eufrasia. Uno de los gringos que viven con Carr en la casona pintada toda de blanco para dar guerra al sol y el calor, la define como tres cuartos india y muy mandona si se le tolera.
La mujer es buena cocinera, es limpia, y tiene una hija, Elvirita. La niña es rubia y de ojos claros.
La madre dice que tuvo otra hija morocha (como el padre), de apelativo Josefina. Poco sabe de su vida.
Eufrasia empieza a engordar. No sabemos la razón. Tampoco es claro quién es el padre de la nueva criatura. Tom, Dick y Harry (los gringos que viven en la casa) especulan constantemente sobre la fecha del parto y el sexo del que vendrá.
Una tarde, los cuatro hombres escuchan, impotentes, el dolor de Eufrasia. El parto parece complicarse y Carr decide ir a Santamaría la vieja para buscar una partera, comadrona o médico. Teme que, si deja pasar los acontecimientos, la mujer morirá.
Carr se dará cuenta que la ciudad se ha vaciado de gente. Este caminar por las calles nos recuerda al hijo de Pedro Páramo y su inicial arribo a Comala.
Pero, en Santamaría la vieja, Carr conoce a uno de los personajes que Onetti dio vida en sus novelas anteriores, el doctor Díaz Grey. Vive en una mansión en ruinas, a las afueras de la ciudad.
“Cuando ya no importe” está poblada, como un pueblo fantasma (como Comala), por obstinadas formas de la imaginación.
El doctor y Carr conversan, empiezan a beber; luego harán negocios. Mientras tanto, Carr recuerda a Eufrasia, que de seguro se está desangrando, y le pide al doctor que acuda a atenderla.
El doctor dice que no hará nada.
El hombre escucha y acepta el hecho de que tampoco puede hacer nada. Nadie puede hacer nada más que la propia realidad con sus trámites, burocracias y fallos inaplazables.
Carr escribe: “Nadie pudo ver a Eufrasia en aquella ardiente soledad. Sólo imaginarla desprendiéndose primero de la confusa humedad de la arpillera del catre, manoteando y rompiendo una rama de un árbol que adornaba la entrada de la casa y caminar luego, apoyada sin arriesgarse en el improvisado bastón.
“Y así habrá llegado al borde del agua que llamaban arroyo.
“Allí buscó entre los yuyos que alimentaba el agua, estuvo eligiendo y apartando hojas y, cuando logró dos puñados de los infalibles, las fue amasando mientras murmuraba plegarias en un idioma que había muerto para los gringos siglos atrás.
“Con esa pasta vegetal se frotó el vientre hinchado sin dejar de hablar con los dioses de la selva.
Luego se arrastró hasta la orilla del arroyo y esperó sufriendo, despatarrada, segura de su triunfo.”
Así Eufrasia dio a luz mientras el mundo humano seguía su curso y los tres gringos que regresaron a la casa de un día de trabajo, malhumorados, extrañaron su presencia y su comida.