Algunas cosas no van a cambiar. La hegemonía cultural de Estados Unidos sigue siendo indiscutible, tiene la misma solidez de los últimos 70 años. La semana pasada vimos manifestaciones en todo el mundo, en todas las capitales europeas, para protestar por la violencia de la policía en Minneapolis, con un entusiasmo que no inspiran los abusos de la policía en Grecia, o en Alemania o Hungría, pongamos por caso. No se trataba solo de los problemas municipales de Minneapolis, que siempre se siguen con interés en Londres, en Madrid, en Ciudad de México, sino de la discriminación de la población afroamericana en Estados Unidos —que todo el mundo siente como propia, como para salir a la calle a pesar del riesgo de contagio.
Obedece a la misma pauta que nadie proteste por la discriminación de las mujeres en Arabia Saudita o por la violencia de la fuerza pública en Filipinas, mucho menos por lo que hacen los mercenarios estadunidenses en Afganistán o en Irak.
Pero lo más interesante es que se haya imitado la coreografía, el espectáculo de la genuflexión que pusieron de moda los deportistas profesionales de Estados Unidos. Allí ya produjo imágenes de esperpento, como la de los legisladores demócratas con elegantes mascadas de kente (imposible ser más africano que eso), arrodillados ante las cámaras. En el resto del mundo es todavía peor. Porque la genuflexión significa cosas distintas y nunca está claro ante quién ni por qué motivo doblan la rodilla todos, empezando por el primer ministro Trudeau: en eso precisamente consiste la hegemonía cultural (uno hace lo que hacen los futbolistas gringos, porque lo hacen los futbolistas gringos).
Es probable que mediante la epidemia, la recesión, las elecciones estadunidenses, el tema siga estando en primera plana y que sea motivo de agitación en los meses que vienen. Y es probable que el pleito se lleve donde sea menos costoso, menos incómodo, más espectacular también, y que ocasione una nueva guerra cultural como las que han tenido los norteamericanos desde hace 30 años. Al final, no cambia nada sustantivo, pero todos tienen motivos para sentirse muy satisfechos.
Como anuncio está la decisión de HBO de borrar de su catálogo Lo que el viento se llevó. No sirve de nada, no remedia nada, no ayuda a nadie en nada, pero permite una exhibición espectacular de buenos sentimientos —que además no cuesta. Me interesa porque veremos esa misma lógica imponerse en el resto del mundo, es lo que sigue después de la genuflexión y tiene el mismo sentido.
La empresa dijo que prohibía la película porque en ella se manifiestan prejuicios inaceptables. Y anunció que la restituiría cuando fuera posible ponerla en contexto y denunciar esos prejuicios. Es indudable, toda obra manifiesta los prejuicios de su tiempo y sería una gran cosa que pudiéramos poner en contexto toda la producción cultural de la humanidad: el antisemitismo de Quevedo, el machismo de Tolstoi, el racismo de Kipling o los estereotipos de rusos, árabes o mexicanos en las series de HBO. Si fuese en serio, se trataría de la educación cívica. Pero no: mejor el circo.