En los años setenta fue muy popular un artículo de Gabriel Zaid que proponía cobrar un impuesto a la mordida. Como suyo, era un texto elegante, ingenioso, incisivo. Por supuesto, era una broma, su eficacia estaba en que parecía algo perfectamente sensato, indiscutible. Correspondía a un modo de argumentación que era entonces bastante nuevo en la academia estadunidense, y que consistía en trasponer cualquier materia en el modelo de la economía neoclásica.
El procedimiento es muy sencillo. Cualquier cosa: el matrimonio, el delito, la migración, cualquier cosa puede imaginarse como si fuese un mercado; se identifica algo que se puede considerar mercancía, a continuación se supone que todos los involucrados son individuos racionales que quieren maximizar eso, y el resto es coser y cantar. Con frecuencia el resultado es divertido, porque son juegos de álgebra como para una revista de pasatiempos. Gary Becker hizo de eso un género literario, y ha publicado cientos de textos sobre esos fantasiosos mercados del amor, la identidad o los trabajos escolares. Algunos son ingeniosos, otros, de una imbecilidad egregia, pero no pasan de ser bromas. El problema es que hay quien se lo toma en serio (él mismo dice que eso que hace es la verdadera ciencia de lo humano, que debe sustituir a todo lo demás —sancta simplicitas).
La semana pasada, en El Universal, Alejandro Hope publicó un artículo con uno de esos juegos para proponer una nueva estrategia para detener las masacres en México. La sola idea resulta extraña, porque es posible reírse imaginando el mercado de la mordida o el de las tesis de doctorado, pero no hay nada ni remotamente divertido en las masacres. Dice que se trata de alinear los incentivos, modificar la ecuación de riesgo, y cobrar el costo marginal de la violencia mediante un “impuesto a la violencia” que consistiría en perseguir, pero de veras de veras perseguir a quienes matasen a más de siete personas de una vez (“todos los casos con ocho y más víctimas”). Eso, dice Hope, habría que comunicarlo adecuadamente. Desde luego, para que funcionase el modelo, en el juego mental que propone el artículo, habría que perseguir a quien matara a ocho, pero a cambio avisar que nadie molestaría a quienes matasen solo a siete. O seis.
Con razonamientos que parecían de sentido común, Zaid conseguía arrojar una nueva luz sobre el sistema político revolucionario. Esto es otra cosa: lúgubre, absurda, monstruosa. No puede ser una broma, nadie hace bromas con las masacres. O sea, que Hope habla en serio. Dice que ese impuesto al octavo cadáver tal vez funcione (desafiante, advierte: “O podemos seguir haciendo lo que hemos hecho…”). Me asombra que esa manera de razonar, ese sucedáneo de ciencia económica, tenga semejante imperio, y que parezca normal hablar de incentivos y costo marginal para explicar la violencia, y que alguien piense que tiene sentido imaginar el asesinato como una operación de mercado. Pero sobre todo es desolador el paisaje moral en que puede escribir algo así, sin que haya un solo comentario reprobatorio. Significa que ya hemos renunciado a prácticamente a todo.